Comprende - Ted Chiang

Comprende

Una capa de hielo; la noto áspera contra la cara, pero no fría. No tengo nada a lo que agarrarme; mis guantes se deslizan por ella. Puedo ver que hay gente encima, corriendo de un lado para otro, pero no pueden hacer nada. Intento golpear el hielo con los puños, pero mis brazos se mueven a cámara lenta, y mis pulmones deben de haber estallado, y la cabeza me da vueltas, y siento como si me estuviera disolviendo...
Me despierto gritando. Mi corazón late como un martillo neumático. Dios. Aparto las mantas y me incorporo en la cama.
Antes no recordaba eso. Antes sólo recordaba el caer a través del hielo; los médicos dijeron que mi mente había eliminado el resto. Ahora lo recuerdo, y es la peor pesadilla que nunca he tenido.
Tengo aferrado entre las manos el cobertor, y siento cómo tiemblo. Intento calmarme, respirar profundamente, pero los sollozos siguen escapándoseme. Era tan real que pude sentirlo: sentí cómo es morir.
Estuve en el agua casi una hora; para cuando me sacaron, estaba convertido en un vegetal. ¿Me he recuperado? Era la primera vez que el hospital probaba la nueva medicación en un paciente con el cerebro tan dañado. ¿Funcionó?

La misma pesadilla, una y otra vez. A la tercera vez, sé que ya no voy a conseguir dormirme. Me paso el resto de la noche preocupado. ¿Es éste el resultado? ¿Estoy volviéndome loco?
Mañana toca la revisión semanal con el médico del hospital. Espero que pueda darme alguna respuesta.

Conduzco hasta el centro de Boston, y al cabo de media hora el doctor Hooper puede atenderme. Me siento sobre una camilla en una sala de examen, al otro lado de una cortina amarilla. De la pared emerge, a la altura de la cintura, una pantalla plana horizontal, ajustada para visión de túnel, de forma que desde el ángulo en el que estoy parece vacía. El médico teclea, supongo que abriendo mi archivo, y luego empieza a examinarme. Mientras comprueba mis pupilas con un lápiz luminoso, le cuento mis pesadillas.
—¿Tenía usted pesadillas antes del accidente, Leon? —Saca un pequeño martillo y me golpea ligeramente los codos, las rodillas y los tobillos.
—Nunca. ¿Son un efecto secundario de la medicación?
—Un efecto secundario no. La terapia con hormona K regeneró muchas neuronas dañadas, y eso supone un cambio enorme al que su cerebro tiene que adaptarse. Las pesadillas sólo son, probablemente, una señal de esto.
—¿Es permanente?
—No lo creo —dice—. Cuando su cerebro se acostumbre a volver a tener todas esas sendas neuronales, se sentirá perfectamente. Ahora tóquese la punta de la nariz con el dedo índice, y luego acerque ese dedo a mi dedo.
Hago lo que me dice. Lo siguiente que me pide es que toque el pulgar con cada dedo rápidamente. Luego tengo que caminar por una línea recta como si estuviera siendo sometido a una prueba de alcoholemia. Después comienza a hacerme preguntas.
—Nombre las partes de un zapato normal.
—Está la suela, el tacón, los cordones. Eh, los agujeros por los que pasan los cordones son los ojales, y luego está la lengüeta, bajo los cordones...
—Muy bien. Repita este número: tres nueve uno siete cuatro...
—... seis dos.
El doctor Hooper no se lo esperaba.
—¿Qué?
—Tres nueve uno siete cuatro seis dos. Usó usted ese número la primera vez que me examinó, cuando todavía estaba internado. Supongo que es un número que usa usted habitualmente con los pacientes.
—Usted no debía memorizarlo; se supone que se trata de una prueba de memoria inmediata.
—No lo memoricé intencionadamente. Sólo lo he recordado, eso es todo.
—¿Recuerda el número de la segunda vez que le examiné?
Lo pienso un momento.
—Cuatro cero ocho uno cinco nueve dos.
Se queda sorprendido.
—La mayoría de la gente no puede retener tantos dígitos si los oye una sola vez. ¿Usa usted un truco mnemotécnico?
Niego con la cabeza.
—No. Siempre guardo los números de teléfono en el marcador automático.
Se acerca a la terminal y teclea en el teclado numérico.
—Pruebe con éste. —Me lee un número de catorce dígitos, y se lo repito—. ¿Cree que puede decírmelo al revés? —Le recito los dígitos en orden inverso. Frunce el ceño, y comienza a escribir algo en mi archivo.

Estoy sentado ante una terminal en una de las salas de pruebas del ala de psiquiatría; es el lugar más cercano que el doctor Hooper ha encontrado para que me hagan pruebas de inteligencia. Hay un pequeño espejo colocado en una pared, probablemente con una cámara de video tras él. Por si acaso está grabando, sonrío y saludo brevemente. Siempre saludo a las cámaras ocultas en los cajeros automáticos.
El doctor Hooper entra con una copia impresa de los resultados de mis pruebas.
—Bien, Leon, lo ha hecho usted... muy bien. En las dos pruebas ha tenido una puntuación situada en el 99° percentil.
Abro la boca.
—Está de broma.
—No, no lo estoy —él mismo no acaba de creérselo—. Ese número no indica cuántas preguntas ha respondido correctamente; significa que en relación con la población en general...
—Sé lo que significa —digo, ausente—. Cuando nos hicieron la prueba en el instituto yo estaba en el 70° percentil. —El 99° percentil. Para mis adentros, intento encontrar alguna señal de esto. ¿Cómo debería sentirme?
El médico se sienta en la mesa, mirando todavía la copia impresa.
—Usted no fue a la universidad, ¿verdad?
Le vuelvo a dedicar mi atención.
—Sí, pero la dejé antes de licenciarme. Mis ideas sobre la educación no coincidían con las de los profesores.
—Ya veo. —Probablemente interpreta que esto significa que me suspendieron—. Bien, es evidente que ha mejorado tremendamente. Parte de esto puede haber aparecido naturalmente con la edad, pero en su mayoría debe ser resultado de la terapia con hormona K.
—No está mal como efecto secundario.
—Bueno, no se emocione demasiado. Las puntuaciones de las pruebas no predicen si usted se las arreglará bien en el mundo real. —Pongo los ojos en blanco cuando veo que el doctor Hooper no me mira. Está sucediendo algo increíble, y lo único que puede ofrecer es una perogrullada—. Me gustaría hacerle otras pruebas. ¿Podría venir mañana?

Estoy retocando una holografía cuando suena el teléfono. Dudo entre el teléfono y la consola, y con reticencia opto por el teléfono. Normalmente dejaría que el contestador automático respondiese a las llamadas si estoy editando, pero necesito que la gente sepa que vuelvo a trabajar. Perdí muchos encargos cuando estuve hospitalizado: uno de los riesgos de ser autónomo. Toco el teléfono y digo:
—Holografias Greco. Leon Greco al habla.
—Eh, Leon, soy Jerry.
—Hola, Jerry. ¿Qué tal? —Sigo estudiando la imagen de la pantalla: es un par de engranajes helicoidales entrelazados. Una metáfora trivial de la acción cooperativa, pero eso es lo que el cliente ha pedido para su anuncio.
—¿Te apetece ver una película esta noche? Sue, Tori y yo vamos a ver Ojos de metal.
—¿Esta noche? Vaya, no puedo. Hoy es la última representación del monólogo femenino en el teatro Hanning. —Las superficies de los dientes de los engranajes están arañadas y tienen aspecto grasiento. Selecciono cada superficie con el cursor, y tecleo los parámetros que deben cambiarse.
—¿Y eso qué es?
—Se titula Simpléctica. Es un monólogo en verso. —Ahora cambio la iluminación, para quitar algunas sombras en el punto donde se tocan los dientes—. ¿Queréis venir?
—¿Se trata de una especie de soliloquio a lo Shakespeare?
Excesivo: con esa iluminación, los bordes exteriores quedan demasiado brillantes. Especifico un límite superior para la intensidad de la luz reflejada.
—No, es una obra de flujo de consciencia, y alterna cuatro medidas de verso diferentes; el yámbico es sólo uno de ellos. Todos los críticos la han calificado de tour de force.
—No sabía que fueras tan aficionado a la poesía.
Tras comprobar de nuevo todos los números, dejo que el ordenador vuelva a calcular las pautas de interferencia.
—Normalmente no, pero esto parecía realmente interesante. ¿Qué tal te suena?
—Gracias, pero creo que nos quedaremos con la película.
—Vale, divertios. Quizá podamos vernos la semana que viene. —Nos despedimos y colgamos, y espero a que termine el cálculo.
De repente me doy cuenta de lo que acaba de suceder. Nunca he sido capaz de hacer ningún trabajo de edición mientras hablo por teléfono. Pero esta vez no he tenido ningún problema en dedicar la mente a las dos cosas a la vez.
¿No terminarán nunca las sorpresas? Cuando desaparecieron las pesadillas y pude relajarme, lo primero que noté es que había aumentado mi velocidad y mi comprensión lectora. Fui capaz de leer los libros que tenía en la estantería y que siempre quise leer, sin tener nunca tiempo; incluso el material más difícil y técnico. En la universidad, tuve que aceptar el hecho de que no podía estudiar todo lo que me interesaba. Me siento eufórico al descubrir que quizá sí pueda; al comprar una pila entera de libros hace unos días me sentí definitivamente encantado.
Y ahora me encuentro con que puedo concentrarme en dos cosas a la vez; algo que nunca hubiera podido predecir. Me levanto y doy un buen grito, como si mi equipo favorito de béisbol me acabase de sorprender con un triple juego. Así es como se siente uno.

El doctor Shea, neurólogo jefe, se ha empezado a ocupar de mi caso, supongo que porque quiere llevarse el mérito. Apenas le conozco, pero se comporta como si hubiera sido paciente suyo durante años.
Me ha pedido que fuera a su despacho para charlar. Entrelaza los dedos y deja caer los codos sobre la mesa.
—¿Cómo se siente respecto al aumento de su inteligencia? —dice.
Qué pregunta tan necia.
—Estoy muy satisfecho.
—Bien —dice el doctor Shea—. Hasta ahora no hemos encontrado efectos adversos en la terapia con hormona K. No necesita usted más tratamiento para compensar el daño cerebral que sufrió en el accidente. —Asiento—. Sin embargo, vamos a llevar a cabo un estudio para conocer mejor el efecto de la hormona en la inteligencia. Si está dispuesto, nos gustaría ponerle una inyección más de la hormona, y controlar los resultados.
De repente cuenta con toda mi atención; por fin, algo que merece la pena escuchar.
—Estoy dispuesto a hacerlo.
—Entenderá usted que se trata puramente de una investigación, no de una terapia. Puede que le proporcione un incremento mayor de su inteligencia, pero no es clínicamente necesario para su salud.
—Lo entiendo. Supongo que debo firmar un consentimiento.
—Sí. También podemos ofrecerle alguna compensación por participar en este estudio. —Da una cifra, pero apenas le estoy escuchando.
—Estupendo. —Me estoy imaginando a dónde me puede llevar esto, lo que puede significar para mí, y me recorre una ola de emoción.
—También querríamos que firmase un acuerdo de confidencialidad. Ciertamente, esta medicación es muy atractiva, pero no deseamos que se realicen anuncios prematuros.
—Desde luego, doctor Shea. ¿Han puesto ya inyecciones adicionales a otras personas?
—Por supuesto; usted no va a ser un cobaya. Puedo asegurarle que no se han producido efectos secundarios dañinos.
—¿Qué tipo de efectos han experimentado?
—Será mejor que no le demos ninguna sugerencia: si le menciono los síntomas, podría usted imaginar que los experimenta.
Shea se siente muy cómodo con la técnica de «el doctor sabe lo que es mejor». Sigo presionándole.
—¿Puede decirme al menos cuánto aumentó su inteligencia?
—Cada individuo es diferente. No debería usted basar sus expectativas en lo que suceda con los demás.
Escondo mi frustración.
—Muy bien, doctor.

Si Shea no quiere hablarme de la hormona K, puedo aprender sobre ella por mi cuenta. Desde la terminal de mi casa me conecto a la red de datos. Entro en la base pública de datos de la Administración de Medicinas y Alimentos y comienzo a hojear las últimas NMEs, las solicitudes de Nuevas Medicinas Experimentales que deben ser aprobadas antes de que puedan experimentarse con seres humanos.
La solicitud de la hormona K fue enviada por Farmacéuticas Sorensen, una empresa que investiga sobre hormonas sintéticas que permiten la regeneración de neuronas en el sistema nervioso central. Leo por encima los resultados de las pruebas de la medicación con perros a los que se privó de oxígeno, y luego con babuinos: todos los animales se recuperaron por completo. El nivel de toxicidad era bajo, y las observaciones a largo plazo no revelaron ningún efecto adverso.
Los resultados de las muestras del córtex son interesantes. Los animales con daño cerebral consiguieron desarrollar nuevas neuronas con muchas más dendritas, pero los sujetos que recibieron la medicación estando sanos no experimentaron cambios. La conclusión de los investigadores: que la hormona K sustituye sólo a las neuronas dañadas, y no a las sanas. En los animales con daños cerebrales, las nuevas dendritas parecen inofensivas: las resonancias no mostraron ningún cambio en el metabolismo cerebral, y las puntuaciones de los animales en las pruebas de inteligencia no cambiaron.
En su solicitud de pruebas clínicas con seres humanos, los investigadores de la Sorensen esbozaron protocolos para probar la medicación primero con sujetos sanos, y luego con diversos tipos de pacientes: víctimas de apoplejía, personas con Alzheimer, y otras, como yo, en estado vegetativo. No puedo entrar en los informes de progreso de esas pruebas: a pesar de que los pacientes son anónimos, sólo los médicos que participaron en ellas tienen permiso para examinar esos archivos.
Los estudios con animales no arrojan ninguna luz sobre el aumento de la inteligencia en seres humanos. Es razonable suponer que el efecto sobre la inteligencia es proporcional al número de neuronas sustituidas por la hormona, lo que a su vez depende de la cantidad de daño de partida. Eso quiere decir que los pacientes sumidos en un coma profundo experimentarían las mayores mejoras. Por supuesto, necesitaría conocer los progresos de los demás pacientes para confirmar esta teoría; para eso tendré que esperar.
Siguiente pregunta: ¿hay una meseta, o cada dosis adicional de la hormona causará aumentos mayores?
Sabré la respuesta antes que los médicos.

No estoy nervioso; de hecho, me encuentro relajado. Estoy tumbado boca abajo, respirando muy lentamente. Tengo la espalda insensible; me han puesto anestesia local, y luego me han inyectado la hormona K en la espina dorsal. Una intravenosa no es suficiente, pues la hormona no puede pasar la barrera entre la sangre y el cerebro. Ésta es la primera inyección de este tipo que recuerdo, aunque me dicen que me han puesto ya dos: la primera mientras estaba todavía en coma, y la segunda cuando hube recobrado la consciencia, pero no la habilidad cognitiva.

Más pesadillas. En realidad no son violentas, pero son los sueños más extraños y perturbadores que jamás he tenido, a menudo sin que haya en ellos nada que pueda reconocer. Me despierto gritando y agitando los brazos y las piernas. Pero esta vez sé que pasarán.

Ahora hay varios psicólogos que me estudian en el hospital. Es interesante ver cómo analizan mi inteligencia. Uno de ellos percibe mis habilidades en términos de componentes, como adquisición, retención, actuación y transferencia. Otro me contempla desde los ángulos del razonamiento matemático y lógico, la comunicación lingüística y la visualización espacial.
Observar a estos especialistas me recuerda a mis tiempos de universidad: todos tienen sus teorías favoritas, todos distorsionan las pruebas para que encajen en ellas. Ahora me convencen aún menos que entonces; siguen sin tener nada que enseñarme. Ninguna de sus categorizaciones resulta efectiva para analizar mi actuación, puesto que —no sirve de nada negarlo— soy igualmente bueno en todo.
Podría estudiar un nuevo tipo de ecuación, o la gramática de un idioma extranjero, o el funcionamiento de un motor; en cada caso, todo encaja, todos los elementos cooperan de forma hermosa. En cada caso, no tengo que memorizar reglas conscientemente, y luego aplicarlas mecánicamente. Me limito a percibir cómo se comporta el sistema en conjunto, como una entidad. Por supuesto, percibo todos los detalles y los pasos individuales, pero requieren tan poca concentración que casi parecen intuitivos.

Saltarse los controles informáticos es en realidad bastante aburrido; entiendo que pueda resultar atractivo para los que no se resisten a un desafío a su inteligencia, pero no es intelectualmente estético en absoluto. No es diferente a comprobar las puertas de una casa cerrada hasta que se encuentra un cerrojo mal colocado. Es una actividad útil, pero no muy interesante.
Entrar en la base privada de datos de la AMA fue fácil. Jugueteé con una de las terminales de pared del hospital, pasando el programa de información para visitantes, que muestra mapas y un directorio del personal. Salí del programa al nivel de sistema, y escribí un programa señuelo que imita la pantalla inicial para acceder a la base.
Luego me alejé de la terminal; al cabo, una de mis psicólogos se acercó para mirar sus archivos. El señuelo rechazó su clave, y luego la devolvió a la auténtica pantalla inicial. La doctora intentó dar su clave de nuevo, y esta vez lo consiguió, pero su clave quedó registrada en el señuelo.
Usando la cuenta de la doctora, tuve acceso para ver la base de datos del registro de pacientes de la AMA.
En las pruebas de la Fase I, con voluntarios sanos, la hormona no tuvo ningún efecto. Las pruebas clínicas de la Fase II, actualmente en curso, son otra cosa. Aquí hay informes semanales de ochenta y dos pacientes, identificados con un número, que han recibido tratamiento de hormona K, la mayoría víctimas de apoplejía o Alzheimer, algunos de ellos en coma. Los últimos informes confirman mi predicción: los que tienen mayor daño cerebral exhiben mayores aumentos de inteligencia. Las resonancias muestran un metabolismo cerebral acrecentado.
¿Por qué no fueron en esta dirección los estudios con animales? Creo que el concepto de masa crítica sirve como analogía. Los animales quedan por debajo de la masa crítica en términos de sinapsis; sus cerebros sólo conciben abstracciones mínimas, y no obtienen ningún beneficio de poseer sinapsis adicionales. Los humanos sobrepasan esa masa crítica. Sus cerebros permiten una completa autoconsciencia, y —tal y como señalan los registros— utilizan las nuevas sinapsis en toda su extensión.
Los registros más interesantes son los de los estudios de investigación recientemente comenzados que usan a algunos de los pacientes voluntarios. Cada inyección adicional de la hormona incrementa más la inteligencia, pero, de nuevo, depende del grado de daño inicial. Los pacientes con apoplejías no muy graves ni siquiera han alcanzado el nivel de genio. Los que sufrieron mayores daños han llegado más lejos.
De los pacientes que estaban inicialmente en estado de coma profundo, yo soy el único hasta ahora que ha recibido una tercera inyección. He obtenido más sinapsis nuevas que ninguna otra persona previamente sometida a estudio; la pregunta de hasta dónde llegará mi inteligencia queda abierta. Siento que el corazón me late con fuerza cuando pienso en ello.

Jugar con los médicos se vuelve cada vez más tedioso según pasan las semanas. Me tratan como si fuera solamente un idiota sabio: un paciente que exhibe ciertos signos de alta inteligencia, pero de todas formas un simple paciente. En lo que respecta a los neurólogos, soy solamente una fuente de imágenes de resonancia magnética y un recipiente ocasional de fluido cerebroespinal. Los psicólogos tienen la oportunidad de obtener cierta comprensión de mi pensamiento mediante las entrevistas, pero no pueden despojarse de su idea preconcebida de mí como alguien superado por las circunstancias, un hombre normal al que se le ha concedido un regalo que no puede apreciar.
Al contrario, los médicos son los que no aprecian realmente lo que está sucediendo. Están seguros de que el funcionamiento en el mundo real no puede ser mejorado con un medicamento, y de que mi habilidad existe sólo de acuerdo con la vara de medir artificial de las pruebas de inteligencia, así que pierden el tiempo con ellas. Pero la vara de medir no sólo es artificiosa, sino que además es demasiado corta: mis puntuaciones consistentemente perfectas no les dan ningún dato, porque no tienen base para comparar en este extremo tan alejando de la campana.
Por supuesto, las puntuaciones de las pruebas sólo capturan una sombra de los auténticos cambios que están teniendo lugar. Ojalá los médicos pudieran sentir lo que sucede en mi cabeza: de cuántas cosas me doy cuenta que antes me pasaban desapercibidas, y cuántos usos puedo ver para esta información. Lejos de ser un fenómeno de laboratorio, mi inteligencia es práctica y efectiva. Con mi capacidad de recuerdo casi total y mi habilidad para correlacionar, puedo comprender una situación inmediatamente, y elegir el mejor curso de acción para mi propósito; nunca sufro de indecisión. Sólo los temas teóricos suponen un desafío.

Estudie lo que estudie, encuentro pautas. Veo la gestalt, la melodía dentro de las notas, en todo: las matemáticas y las ciencias, el arte y la música, la psicología y la sociología. Cuando leo un texto, siempre pienso que los autores caminan pesadamente de un punto al siguiente, tanteando en busca de conexiones que no pueden ver. Son como un grupo de personas que no saben solfeo y que intentan comprender la partitura de una sonata de Bach, intentando explicar cómo una nota lleva a otra.
Por gloriosas que sean estas pautas, también acrecientan mi hambre de más. Hay otras pautas que esperan a ser descubiertas, gestalts a una escala completamente distinta. Respecto a ellas, yo mismo soy ciego; todas mis sonatas son sólo puntos de datos aislados, en comparación. No puedo saber qué forma pueden adoptar esas gestalts, pero lo sabré con el tiempo. Deseo encontrarlas, y entenderlas. Lo deseo más de lo que nunca he deseado nada.

El nombre del médico que me visita es Clausen, y no se comporta como los demás. A juzgar por su actitud, está acostumbrado a llevar una máscara de vaguedad ante sus pacientes, pero hoy está un poco incómodo. Finge un aire de simpatía, pero no es tan homogéneo como el ruido rutinario que hacen los demás médicos.
—La prueba funciona de la siguiente forma, Leon: leerás unas descripciones de diversas situaciones, todas con un problema. Después de cada una, quiero que me digas lo que harías para resolver ese problema.
Asiento.
—Ya he hecho este tipo de prueba.
—Muy bien, muy bien. —Teclea una orden, y la pantalla delante de mí se llena de texto. Leo el guión: es un problema de organizar prioridades. Es realista, lo que no es habitual; las puntuaciones en ese tipo de prueba son demasiado arbitrarias para los gustos de la mayoría de los investigadores. Espero antes de dar mi respuesta, aunque Clausen se sorprende de todas formas ante mi rapidez.
—Eso está muy bien, Leon. —Pulsa una tecla en su ordenador—. Prueba ahora con ésta.
Continuamos con más guiones. Mientras leo el cuarto, Clausen se preocupa por mostrar sólo distancia profesional. Mi respuesta a este problema es de especial interés para él, pero no quiere que lo sepa. El guión trata de política de oficina y la feroz competencia por un ascenso.
Me doy cuenta de quién es Clausen: es un psicólogo del gobierno, quizá militar, probablemente miembro de la Oficina de Investigación y Desarrollo de la CIA. Esta prueba pretende evaluar el potencial de la hormona K para fabricar estrategas. Ésa es la razón por la que se siente incómodo conmigo: está acostumbrado a tratar con soldados y funcionarios, sujetos cuyo trabajo es cumplir órdenes.
Probablemente la CIA querrá encerrarme para someterme a más pruebas; puede que hagan lo mismo con otros pacientes, dependiendo de cómo respondan. Después de eso, pedirán voluntarios entre sus propios hombres, privarán de oxígeno a sus cerebros, y los tratarán con la hormona K. Ciertamente, no deseo convertirme en un recurso de la CIA, pero ya he demostrado la suficiente habilidad para despertar su interés. Lo mejor que puedo hacer es disimular mis habilidades y fallar esta pregunta.
Le ofrezco un curso de acción desaconsejable como respuesta, y Clausen parece decepcionado. Sin embargo, seguimos adelante. Me tomo más tiempo leyendo los guiones, y doy respuestas menos válidas. Entre las preguntas inofensivas se encuentran las importantes: una sobre cómo evitar una OPA hostil, otra sobre cómo movilizar a la gente para evitar la construcción de una central térmica. Fallo todas estas preguntas.
Clausen se despide cuando termina la prueba; ya está imaginando cómo va a formular su recomendación. Si hubiera mostrado mis auténticas habilidades, la CIA me reclutaría inmediatamente. Mis resultados desiguales reducirán su interés, pero no les harán cambiar de idea; los beneficios potenciales son demasiado grandes para que puedan pasar por alto la hormona K.
Mi situación ha cambiado profundamente; cuando la CIA decida conservarme como sujeto de ensayo, mi consentimiento será puramente opcional. Tengo que hacer planes.

Cuatro días después, Shea está sorprendido.
—¿Quiere dejar el estudio?
—Sí, con efecto inmediato. Voy a volver al trabajo.
—Si se trata de la compensación, estoy seguro de que podemos...
—No, no se trata del dinero. Es sólo que estoy cansado de tantas pruebas.
—Entiendo que las pruebas se vuelven aburridas al cabo de un tiempo, pero estamos aprendiendo mucho. Y apreciamos su participación, Leon. No se trata sólo de...
—Sé cuánto están aprendiendo con estas pruebas. Eso no cambia mi decisión: no deseo continuar. —Shea comienza a hablar de nuevo, pero le interrumpo—. Sé que sigo ligado por el acuerdo de confidencialidad; si desea que firme algo que lo confirme, envíemelo. —Me levanto y me dirijo hacia la puerta—. Adiós, doctor Shea.

Dos días después, Shea me llama.
—Leon, tiene que venir para un examen. Me acaban de informar: se han hallado efectos secundarios adversos en pacientes tratados con la hormona K en otro hospital.
Está mintiendo; nunca me diría esto por teléfono.
—¿Qué clase de efectos secundarios?
—Pérdida de visión. Se produce un crecimiento excesivo del nervio óptico, al que sigue su deterioro.
La CIA debe de haber ordenado esto cuando supo que me había retirado del estudio. Si vuelvo al hospital, Shea me declarará mentalmente incompetente y me encerrará a su cuidado. Luego me trasladarán a una institución de investigación del gobierno.
Pongo cara de susto.
—Voy para allá inmediatamente.
—Bien. —Shea se siente aliviado por haber resultado convincente—. Podemos examinarle en cuanto llegue.
Cuelgo y enciendo mi terminal para comprobar la última información de la base de datos de la AMA. No hay ninguna mención de efectos adversos, ni en el nervio óptico ni en ninguna otra parte. No descarto la posibilidad de que esos efectos se puedan producir en el futuro, pero los descubriré por mí mismo.
Ha llegado la hora de irse de Boston. Empiezo a hacer las maletas. Vaciaré las cuentas bancarias cuando me vaya. Vender el equipo de mi estudio me proporcionaría más dinero, pero la mayoría es demasiado grande para transportarlo; sólo me llevo algunos de los aparatos más pequeños. Después de trabajar durante un par de horas, vuelve a sonar el teléfono: es Shea, preocupado por no saber dónde estoy. Esta vez dejo que la máquina lo coja.
—Leon, ¿está usted ahí? Soy el doctor Shea. Llevamos un buen rato esperándole.
Volverá a probar a llamar una vez más, y luego enviará a los asistentes con trajes blancos, o quizá incluso a la policía, para recogerme.

Siete y media de la tarde. Shea sigue en el hospital, esperando noticias mías. Enciendo el motor y saco el coche del aparcamiento frente al hospital. En cualquier momento verá el sobre que he metido bajo la puerta de su despacho. En cuanto lo abra se dará cuenta de que es mío.
Saludos, doctor Shea:
Me imagino que me estará usted buscando.
Un momento de sorpresa, pero sólo un momento; recuperará la compostura y avisará a los guardias de seguridad para que registren el edificio en mi busca y comprueben los vehículos que salgan del hospital. Luego seguirá leyendo.
Puede avisar a los fornidos asistentes que esperan en mi apartamento para que vuelvan; no quiero desperdiciar su valioso tiempo. Pero probablemente está usted dispuesto a hacer que la policía emita un aviso de búsqueda de mi coche. Por tanto, me he tomado la libertad de insertar un virus en el ordenador de Tráfico que sustituirá la información cuando mi número de matrícula sea solicitado. Por supuesto, podría usted dar la descripción de mi coche, pero ni siquiera sabe qué aspecto tiene, ¿verdad?
Leon

Llamará a la policía para hacer que sus programadores se pongan a trabajar sobre ese virus. Llegará a la conclusión de que tengo un complejo de superioridad, basándose en el tono arrogante de la nota, el riesgo innecesario de volver al hospital para entregarla, y la revelación gratuita de la existencia de un virus que de otra forma podría haber pasado desapercibido.
Pero Shea se equivocará. Esas acciones están pensadas para hacer que la policía y la CIA me subestimen, de forma que yo pueda confiar en que no tomarán las precauciones adecuadas. Después de eliminar mi virus del ordenador de Tráfico, los programadores de la policía estimarán que mi habilidad como programador es buena pero no perfecta, y luego cargarán las copias de seguridad para recuperar mi verdadero número de matrícula. Esto activará un segundo virus, uno mucho más sofisticado. Éste modificará tanto la copia de seguridad como la base de datos activa. La policía creerá que tiene el número correcto, y perderá el tiempo siguiendo esa pista falsa.
Mi siguiente objetivo es conseguir otra ampolla de hormona K. Desafortunadamente, hacer eso proporcionará a la CIA una idea precisa de mi auténtica capacidad. Si no hubiera enviado esa nota, la policía descubriría más tarde mi virus, en un momento en el que ya sabrían que deben tomar muchísimas precauciones para eliminarlo. En ese caso, podría no ser capaz de borrar mi número de matrícula de sus archivos.
Entre tanto, he ido a un hotel, y estoy trabajando en la terminal de la red de datos de la habitación.

Me he introducido en la base privada de datos de la AMA. He visto las direcciones de los sujetos de la hormona K, y las comunicaciones internas de la AMA. Se ha sometido la hormona K a una suspensión clínica: no se permiten más pruebas hasta que se levante la suspensión. La CIA ha insistido en capturarme y evaluar la amenaza potencial que planteo antes de que la AMA pueda seguir adelante.
La AMA ha pedido a todos los hospitales que devuelvan las ampollas restantes por mensajero. Debo conseguir una ampolla antes de que esto suceda. El paciente más cercano está en Pittsburg; reservo un pasaje en un vuelo que sale mañana por la mañana. Luego reviso un mapa de Pittsburg, y llamo a Mensajería de Pennsylvania para que vayan a recoger un paquete a una empresa de inversiones en el centro de la ciudad. Finalmente, solicito varias horas de tiempo informático en un superordenador.

Estoy aparcado en un coche alquilado junto a un rascacielos en Pittsburg. En el bolsillo de la chaqueta llevo una pequeña tableta de circuitos con un teclado. Miro la calle en la dirección por la que vendrá el mensajero; la mitad de los peatones lleva filtros de aire blancos, pero la visibilidad es buena.
La veo a dos manzanas de distancia; es una furgoneta doméstica de último modelo, con «Mensajería de Pennsylvania» pintado en el costado. No es un mensajero de alta seguridad; la AMA no está tan preocupada por mí. Salgo del coche y comienzo a caminar hacia el rascacielos. La furgoneta llega poco después, aparca, y el conductor se baja. En cuanto entra, me meto en su vehículo.
Acaba de llegar del hospital. El conductor va camino del piso cuarenta, esperando recoger un paquete de una empresa de inversiones. No volverá hasta dentro de al menos cuatro minutos.
Soldado al suelo de la furgoneta hay un armario grande con una puerta y laterales de doble pared de acero.
Hay una placa brillante en la puerta; el armario se abre cuando el conductor pone la palma sobre ella. La placa también tiene un puerto de datos a un lado que sirve para programarla.
Anoche me colé en la base de datos de servicio de Sistemas de Seguridad Lucas, la empresa que vende cierres de huella manual a Mensajería de Pennsylvania. Allí encontré un archivo encriptado que contenía los códigos para desactivar los cierres.
Debo admitir que, aunque atravesar las barreras de seguridad informática me sigue pareciendo en general poco estético, ciertos aspectos están indirectamente relacionados con problemas matemáticos muy interesantes. Por ejemplo, un método de encriptación normal requiere habitualmente años de tiempo de superordenador para ser descifrado. Sin embargo, durante una de mis exploraciones de la teoría de números, encontré una técnica encantadora para factorizar números extremadamente grandes. Con esta técnica, un superordenador podría descifrar este sistema de encriptado en cuestión de horas.
Saco la tableta de circuitos de mi bolsillo y la conecto al puerto de datos mediante un cable. Tecleo un número de doce dígitos, y la puerta del armario se abre.

Para cuando estoy de vuelta en Boston con la ampolla, la AMA ha respondido al robo eliminando todos los archivos interesantes de cualquier ordenador accesible a través de la red de datos: como esperaba. Con la ampolla y mis pertenencias, me voy a Nueva York.

La forma más rápida de ganar dinero es, aunque parezca extraño, apostar. Estimar las probabilidades en las carreras de caballos es muy sencillo. Sin llamar demasiado la atención, puedo acumular una suma moderada, y luego mantenerme con inversiones en bolsa.
Vivo en una habitación del apartamento más barato que pude encontrar cerca de Nueva York con conexión a la red de datos. He organizado varias identidades falsas con las que realizar las inversiones, y las cambiaré regularmente. Pasaré algún tiempo en Wall Street, para identificar oportunidades de grandes beneficios a corto plazo a través del lenguaje corporal de los brokers. No iré más de una vez por semana; hay asuntos más importantes que atender, gestalts que esperan que me dedique a ellas.
Al mismo tiempo que mi mente se desarrolla, también lo hace el control sobre mi cuerpo. Es un error pensar que durante la evolución los humanos sacrificamos habilidad física para obtener inteligencia: manipular el propio cuerpo es una actividad mental. Aunque mi fuerza no ha aumentado, mi coordinación está ahora muy por encima de la media; incluso me estoy volviendo ambidiestro. Lo que es más, mi capacidad de concentración hace que las técnicas de biorretroalimentación sean muy efectivas. Tras un tiempo de práctica relativamente corto, soy capaz de aumentar o reducir mis pulsaciones y la presión sanguínea.

Escribo un programa para realizar una comparación por pautas de fotos con mi rostro y buscar apariciones de mi nombre; luego lo incorporo a un virus que registra todas los archivos públicos de la red de datos. La CIA hará que los noticiarios nacionales de la red de datos muestren mi foto y dirán que soy un paciente huido y peligrosamente demente, quizá un asesino. El virus sustituirá mi foto con estática de video. Coloco un virus parecido en los ordenadores de la AMA y la CIA para que busque copias de mi foto en cualquier descarga a los ordenadores de la policía regional. Estos virus deberían ser inmunes a cualquier cosa que se les ocurra a sus programadores.
Sin duda, Shea y los demás médicos están en contacto con los psicólogos de la CIA, intentando adivinar a dónde puedo haber ido. Mis padres han muerto, así que la CIA está dirigiendo su atención a mis amigos, preguntando si les he visitado; les seguirán vigilando por si lo hago. Es una invasión lamentable de su privacidad, pero no es un asunto urgente.
No es probable que la CIA trate a ninguno de sus agentes con la hormona K para localizarme. Como yo mismo he demostrado, una persona super-inteligente es demasiado difícil de controlar. Sin embargo, seguiré la pista de los otros pacientes, por si acaso el gobierno decide reclutarles.

Las pautas cotidianas de la sociedad se me revelan sin esfuerzo. Camino por la calle, mirando a la gente ocupada con sus cosas, y aunque no se pronuncia ni una palabra, el subtexto es evidente. Una pareja joven pasa a mi lado, y la adoración de uno rebota contra la tolerancia del otro. Veo parpadear y luego estabilizarse la aprensión de un ejecutivo temeroso de su jefe que comienza a tener dudas sobre una decisión que ha tomado poco antes. Una mujer lleva una capa de sofisticación disimulada, pero se le cae cuando se encuentra con el producto real.
Como siempre, los papeles que uno interpreta se reconocen sólo con la edad. Para mí, estas personas parecen niños en una guardería; me divierte su entusiasmo, y me avergüenza recordarme a mí mismo haciendo esas cosas. Sus actividades son apropiadas para ellos, pero yo no podría participar ya en ellas; cuando me convertí en un hombre, dejé atrás las cosas de niño. Trataré con el mundo de los humanos normales sólo en la medida en que lo necesite para mantenerme.

Adquiero años de educación cada semana, acumulando pautas cada vez mayores. Veo el tapiz del conocimiento humano desde una perspectiva más amplia de la que jamás nadie ha tenido; puedo llenar los huecos en el dibujo allí donde los eruditos nunca han notado que faltaba algo, y enriquecer el tejido en lugares donde pensaban que estaba completo.
Las ciencias naturales tienen las pautas más claras. La física admite una hermosa unificación, no sólo al nivel de las fuerzas fundamentales, sino también cuando se considera su extensión y sus implicaciones. Las clasificaciones como «óptica» o «termodinámica» son camisas de fuerza que impiden a los físicos ver innumerables intersecciones. Incluso dejando a un lado la estética, las aplicaciones prácticas que han sido pasadas por alto son legión; hace años que los ingenieros podrían haber generado artificialmente campos gravitatorios esféricos y simétricos.
Aun sabiendo esto, no voy a construir ese aparato, ni ningún otro. Necesitaría muchos componentes hechos a medida, todos difíciles y lentos de obtener. Lo que es más, el hecho de construir el aparato no me proporcionaría ninguna satisfacción especial, puesto que ya sé que funcionaría, y no iluminaría ninguna nueva gestalt.

Estoy escribiendo un fragmento de un extenso poema, como experimento; después de haber terminado un canto, podré elegir una aproximación para integrar las pautas de todas las artes. Empleo seis idiomas modernos y cuatro antiguos; incluyen la mayor parte de las visiones del mundo significativas de la civilización humana. Cada uno proporciona diferentes matices de significado y diferentes efectos poéticos; algunas de las yuxtaposiciones son deliciosas. Cada verso del poema contiene neologismos, creados mediante la extrusión de palabras a través de las declinaciones de otro idioma. Si completase la obra entera, se la consideraría como Finnegans Wake multiplicada por los Cantos de Pound.

La CIA interrumpe mi trabajo; están preparándome una trampa. Después de intentarlo durante dos meses, han aceptado que no pueden localizarme por medios convencionales, así que han recurrido a medidas más drásticas. Los noticiarios informan de que la novia de un asesino perturbado ha sido acusada de ser su cómplice y permitir su fuga. El nombre que dan es Connie Perritt, alguien con quien yo salía el año pasado. Si llega a juicio, es fácil deducir que la sentenciarán a un largo periodo de cárcel; la CIA espera que yo actúe para impedirlo. Espera que intente alguna maniobra que me exponga a ser capturado.
La audiencia preliminar de Connie es mañana. Se asegurarán de que sea puesta en libertad bajo fianza, si es necesario recurriendo a un avalista, para darme la oportunidad de ponerme en contacto con ella. Luego saturarán la zona en torno a su apartamento con agentes secretos que me estarán esperando.

Comienzo a editar la primera imagen en pantalla. Estas fotos digitales son muy poca cosa en comparación con los holos, pero sirven a su propósito. Las fotos, tomadas ayer, muestran el exterior del edificio de Connie, la calle que pasa ante él, y los cruces cercanos. Muevo el cursor por la pantalla, dibujando pequeñas dianas en ciertos lugares de las imágenes. Una ventana, con las luces apagadas pero las cortinas abiertas, en el edificio en diagonal al otro lado de la calle. Un vendedor ambulante a dos manzanas de la parte trasera del edificio.
Marco seis lugares en total. Indican dónde estaban esperando anoche los agentes de la CIA cuando Connie volvió a su apartamento. Al haber visto las cintas de video que me tomaron en el hospital, sabían qué buscar en todos los transeúntes que fueran hombres o de sexo indeterminado: los andares confiados y regulares. Sus expectativas les traicionaron; me limité a alargar mi zancada, a subir y bajar levemente la cabeza, y reducir el movimiento de mis brazos. Con eso y con algunas prendas poco habituales bastó para que no me hicieran caso mientras pasaba por la zona.
Al pie de una foto escribo la frecuencia de radio que usan los agentes en sus comunicaciones, y una ecuación que describe el algoritmo de encriptación utilizado. Cuando termino, transmito las imágenes al director de la CIA. Lo que implican es evidente: podría matar a sus agentes secretos en cualquier momento, a menos que se vayan de allí.
Para conseguir que retiren la acusación contra Connie, y disuadir de forma más permanente a la CIA de seguir con sus distracciones, tendré que trabajar un poco más.

De nuevo, reconocimiento de pautas, pero esta vez es de tipo más cotidiano. Miles de páginas de informes, notas, correspondencia; cada uno es un punto de color en un cuadro puntillista. Me alejo un paso de este panorama, esperando que emerjan líneas y bordes que creen una pauta. Los megabytes que he revisado constituyen sólo una fracción de los registros completos del periodo que he investigado, pero es suficiente.
Lo que he encontrado es bastante normal, mucho más sencillo que el argumento de una novela de espías. El director de la CIA conocía el plan de un grupo terrorista para poner una bomba en la red de metro de Washington, D.C. Permitió que la bomba estallase para obtener la aprobación del Congreso para usar ciertas medidas extremas contra ese grupo. El hijo de un congresista estaba entre las víctimas, y el director de la CIA recibió mano libre para encargarse de los terroristas. Aunque sus planes no están explícitamente declarados en los archivos de la CIA, están muy claramente implicados. Las notas internas interesantes para el caso hacen sólo referencias sesgadas, y flotan en un mar de documentos inofensivos; si un comité de investigación leyera todos los archivos, las pruebas quedarían ahogadas por el ruido. Sin embargo, una selección de las notas incriminatorias convencería a la prensa.
Envío la lista de las notas al director de la CIA, con un apunte: No me moleste, y yo no le molestaré. Se dará cuenta de que no tiene elección.
Este pequeño episodio ha reforzado mi opinión acerca de los asuntos del mundo; podría detectar argucias clandestinas por todas partes si me mantuviera informado sobre la actualidad, pero ninguna de ellas sería interesante. Continuaré con mis estudios.

Mi control sobre el cuerpo sigue aumentando. Ahora podría caminar sobre carbones ardientes o clavarme agujas en el brazo, si tuviera esas inclinaciones. Sin embargo, mi interés por la meditación oriental se limita a su aplicación sobre el control físico; ningún trance de meditación que pueda alcanzar me resulta tan deseable como mi estado mental cuando formo gestalts partiendo de los datos componentes.
Estoy diseñando un nuevo idioma. He alcanzado los límites de los lenguajes convencionales, y ahora frustran mis intentos de seguir avanzando. Les falta la capacidad de expresar los conceptos que necesito, e incluso en su propio campo son imprecisos y poco manejables. Apenas sirven para hablar, y mucho menos para pensar.
Las teorías lingüísticas existentes no me sirven para nada; volveré a evaluar la lógica básica para elegir los componentes atómicos apropiados para mi idioma. Este idioma incluirá un dialecto paralelo a las matemáticas, de forma que cualquier ecuación que escriba tenga un equivalente lingüístico. Sin embargo, las matemáticas serán sólo una pequeña parte del idioma, no el todo; al contrario que Leibnitz, percibo los límites de la lógica simbólica.
Otros dialectos que he planeado serán paralelos a mis notaciones para la estética y la cognición. Este proyecto requerirá mucho tiempo, pero el resultado final clarificará mis pensamientos enormemente. Después de haber traducido todo lo que sé a este idioma, las pautas que busco deberían hacerse evidentes.

Hago una pausa en mi trabajo. Antes de desarrollar una notación para la estética, debo establecer un vocabulario para todas las emociones que pueda imaginar.
Percibo muchas emociones más allá de las de los simples humanos; veo cuán limitado es su espectro afectivo. No niego la validez del amor y la angustia que una vez sentí, pero los veo como lo que eran: como los enamoramientos y las depresiones de la infancia, eran meramente los precursores de lo que experimento ahora. Mis pasiones son más multifacéticas; según aumenta el autoconocimiento, todas las emociones se vuelven exponencialmente más complejas. Debo ser capaz de describirlas en toda su extensión si voy a intentar siquiera las tareas de composición que me esperan.
Por supuesto, en realidad experimento muchas menos emociones de lo que podría; mi desarrollo está limitado por la inteligencia de las personas que me rodean y la escasa interacción que me permito con ellas. Me recuerda al concepto confuciano de ren: traducido inapropiadamente como «benevolencia», es la cualidad esencialmente humana que sólo puede cultivarse mediante el contacto con los demás y que una persona solitaria no puede desarrollar. Es sólo una entre muchas cualidades parecidas. Y aquí estoy yo, con gente, gente por todas partes, y sin embargo nadie con quien interactuar. Soy sólo una fracción de lo que podría ser un individuo completo con mi inteligencia.
No me engaño ni con autocompasión ni con orgullo: puedo evaluar mi propio estado psicológico con la mayor objetividad y coherencia. Sé exactamente con qué recursos emocionales cuento y de cuáles carezco, y cuánto valor asigno a cada uno. No lamento nada.
Mi nuevo idioma está tomando forma. Está orientado a las gestalts, lo que lo hace bellamente apropiado para el pensamiento, pero poco práctico para escribir o hablar. No se transcribiría como palabras alineadas linealmente, sino como un ideograma gigante, que debe asimilarse en conjunto. Un ideograma tal transmitiría, con más precisión que una imagen, lo que no podrían transmitir mil palabras. La complejidad de cada ideograma sería proporcional a la cantidad de información que contiene; me distraigo con la idea de un ideograma colosal que describa el universo entero.
Una hoja impresa es demasiado torpe y estática para este idioma; el único medio apropiado sería el video o los holos, exhibiendo una imagen gráfica que mutase con el tiempo. Hablar este idioma sería imposible, dada la gama limitada de la laringe humana.

Mi mente bulle con expletivos de idiomas antiguos y modernos que se burlan de mí con su crudeza, recordándome que mi idioma ideal ofrecería términos con la carga de veneno suficiente para expresar mi actual frustración.
No puedo completar mi idioma artificial; es un proyecto demasiado grande para mis herramientas actuales.
Varias semanas de esfuerzo concentrado no han dado ningún fruto utilizable. He intentando escribirlo mediante su propio uso, empleando el lenguaje rudimentario que ya he definido para reescribir el idioma y producir versiones sucesivamente más completas. Pero cada nueva versión sólo destaca sus propias insuficiencias, forzándome a expandir mi objetivo último, condenándolo al estado de Santo Grial al final de una regresión infinita divergente.
Esto no es mejor que intentar crearlo partiendo de cero.

¿Y la cuarta ampolla? No puedo apartarla de mis pensamientos: cada frustración que experimento en mi nivel actual me recuerda que existe la posibilidad de alcanzar alturas aún mayores.
Por supuesto, existen riesgos significativos. Esta inyección podría ser la que causa daño cerebral o locura.
Quizá es una tentación del diablo, pero sigue siendo una tentación. No encuentro razón para resistirme.
Tendría un margen de seguridad si me pusiese la inyección en un hospital, o, si eso no es posible, con alguien que me atienda en mi apartamento. Sin embargo, me imagino que la inyección tendrá éxito o causará un daño irreparable, así que desecho esas precauciones.
Encargo equipo de una empresa de suministros médicos y construyo un artefacto para administrarme la inyección espinal por mí mismo. Puede que pasen días antes de que los efectos se noten completamente, así que me encerraré en el dormitorio. Es posible que mi reacción sea violenta; quito las cosas que pueden romperse de la habitación y coloco correas no muy apretadas en la cama. Los vecinos supondrán que cualquier cosa que oigan serán los aullidos de un adicto. Me inyecto y espero.

Mi cerebro está en llamas, mi espina dorsal me quema en la espalda, me siento cerca de la apoplejía. Estoy ciego, sordo, privado de sentidos.
Tengo alucinaciones. Con una claridad tan preternatural y tanto contraste que deben de ser ilusiones, horrores inexpresables se alzan amenazadores en torno a mí, escenas no de violencia física sino de mutilación psíquica.
Agonía mental y orgasmo. Terror y risa histérica.
Durante un breve momento, vuelven mis percepciones. Estoy en el suelo, con las manos aferrando mis cabellos, y algunos mechones arrancados a mi alrededor. Mi ropa está empapada de sudor. Me he mordido la lengua, y tengo la garganta áspera: de gritar, supongo. Las convulsiones me han dejado el cuerpo lleno de contusiones, y es probable que tenga un shock, por los golpes en la nuca, pero no siento nada. ¿Han sido horas o sólo momentos?
Entonces mi visión se nubla y el rugido vuelve.

Masa crítica.

Revelación.
Entiendo el mecanismo de mi propio pensamiento. Sé con precisión cómo sé, y mi comprensión es recursiva. Entiendo la regresión infinita de este autoconocimiento, no captando cada paso hasta el infinito, sino aprehendiendo el límite. La naturaleza de la cognición recursiva se me hace evidente. Un nuevo significado para el término «autoconsciente».
Fiat logos. Conozco mi mente en los términos de un idioma más expresivo que ninguno que hubiera imaginado antes. Como Dios al crear orden del caos mediante unas palabras, me renuevo a mí mismo con este idioma. Es metaautodescriptivo y autodefinidor; no sólo puede describir el pensamiento, sino que puede describir y modificar también sus propias operaciones a todos los niveles. Qué no hubiera dado Gödel por ver este idioma, en el que modificar una declaración provoca que cambie la gramática entera.
Con este idioma, puedo ver cómo opera mi mente. No me refiero a que pueda ver cómo se activan mis neuronas; esas pretensiones son propias de John Lilly y sus experimentos con LSD en los sesenta. Lo que puedo hacer es percibir las gestalts; veo las estructuras mentales al formarse e interactuar. Me veo pensando, y veo las ecuaciones que describen mis pensamientos, y me veo comprendiendo estas ecuaciones, y veo cómo las ecuaciones describen el acto de ser comprendidas.
Sé cómo ellas componen mis pensamientos.
Estos pensamientos.

En un principio me siento sobrepasado por toda esta información, paralizado con la percepción de mí mismo. Pasan horas antes de que pueda controlar el flujo de datos autodescriptivos. No lo he filtrado, ni lo he desplazado al fondo de mi consciencia. Se ha integrado en mis procesos mentales, para usarlo durante mis actividades cotidianas. Tardaré algo más antes de que pueda aprovecharlo sin esfuerzo y eficientemente, como una bailarina utiliza sus conocimientos de cinética.
Todo lo que antes sabía en teoría sobre mi mente lo veo ahora explícitamente detallado. Las corrientes subterráneas de sexo, agresión y autoconservación, traducidas por el condicionamiento de mi infancia, chocan con y a veces quedan disimuladas por los pensamientos racionales. Reconozco todas las causas de todos mis cambios de ánimo, los motivos tras cada una de mis decisiones.
¿Qué puedo hacer con este conocimiento? Mucho de lo que se describe convencionalmente como «personalidad» está sujeto a mi discreción; los aspectos de más alto nivel de mi psique definen ahora quién soy.
Puedo hacer que mi mente adopte una gama de estados mentales o emocionales, y sin embargo ser consciente de ese estado y devolverme a mi condición original. Ahora que entiendo los mecanismos que operaban cuando me dedicaba a dos tareas a la vez, puedo dividir mi consciencia, dedicando simultáneamente casi toda mi concentración y toda mi habilidad de reconocimiento de gestalts a dos o más problemas diferentes, siendo metaconsciente de todos ellos. ¿Es que hay algo que no pueda hacer?

Vuelvo a conocer mi cuerpo, como si fuera el muñón de un mutilado repentinamente sustituido por una mano de relojero. Controlar mis músculos voluntarios es trivial; poseo una coordinación inhumana. Las habilidades que habitualmente requieren miles de repeticiones para su desarrollo están a mi alcance al segundo o tercer intento.
Encuentro un video con un plano de las manos de un pianista tocando, y en poco tiempo puedo duplicar los movimientos de sus dedos sin tener un teclado ante mí. Contrayendo y relajando los músculos con precisión, mi fuerza y mi flexibilidad aumentan. El tiempo de respuesta muscular es de treinta y cinco milisegundos, para acciones conscientes o automáticas. Aprender acrobacias y artes marciales no requeriría mucha práctica.
Tengo consciencia somática del funcionamiento de mis riñones, de la absorción de nutrientes, de las secreciones glandulares. Incluso soy consciente del papel que interpretan los neurotransmisores en mis pensamientos. Este estado de consciencia requiere una actividad mental más intensa que la que viviría en una situación de estrés provocada por la epinefrina; una parte de mi mente soporta un estado que mataría a un cuerpo y una mente normales en cuestión de minutos. Al ajustar la programación de mi mente, experimento el aumento y la disminución de todas las sustancias que desencadenan mis reacciones emocionales, aumenta mi atención, o cambian sutilmente mi actitud.

Y luego miro al exterior.
Me rodea una cegadora, gozosa y temible simetría. Ahora veo tantas cosas incluidas en pautas que el universo entero está a punto de revelarse como una única imagen. Me acerco a la gestalt definitiva: el contexto en el que todo el conocimiento encaja entre sí y se ilumina, un mandala, la música de las esferas, el kosmos.
Busco la iluminación, no espiritual sino racional. Debo ir aún más lejos para alcanzarla, pero esta vez el objetivo no retrocederá perpetuamente ante la punta de mis dedos. Con el idioma de mi mente, la distancia entre yo mismo y la iluminación puede calcularse con precisión. He divisado mi destino final.

Ahora debo planear mis siguientes acciones. En primer lugar, debo dedicarme a unas sencillas mejoras para la autoconservación, empezando con el entrenamiento en artes marciales. Asistiré a algunos campeonatos para estudiar posible ataques, aunque sólo emprenderé acciones defensivas; puedo moverme tan rápido como para evitar el contacto aun con las más veloces técnicas de ataque. Esto me permitirá protegerme y desarmar a cualquier criminal callejero, en caso de que me asalten. Mientras tanto, debo comer copiosamente para alimentar las necesidades de nutrición de mi cerebro, incluso con el aumento de la eficiencia que ha experimentado mi metabolismo. También me afeitaré el cuero cabelludo para permitir la refrigeración por radiación que requiere el aumento del flujo sanguíneo a mi cabeza.
Luego está el objetivo primario: descifrar esas pautas. Para mejorar aún más mi mente, sólo puedo recurrir a aumentos artificiales. Lo que necesito es un enlace directo mente-ordenador, que permita descargar y cargar contenidos, pero para conseguirlo debo crear una nueva tecnología. La computación digital no es adecuada; lo que tengo pensado requiere estructuras a escala nanométrica basadas en redes neuronales.
Una vez tengo las ideas básicas esbozadas, dedico la mente a multitarea: una sección de mi mente se encarga de crear una rama de las matemáticas que refleje el comportamiento de la red; otra desarrolla un procedimiento para reproducir la formación de sendas neuronales a escala molecular en un medio biocerámico autorreparable; una tercera diseña tácticas para guiar la investigación industrial privada de forma que produzca lo que necesito. No puedo perder el tiempo: provocaré avances teóricos y técnicos tan explosivos que mi nueva industria empezará a funcionar con buena parte de la tarea ya hecha.
He salido al mundo exterior para volver a observar la sociedad. El lenguaje de signos de la emoción que ya conocía ha sido sustituido por una matriz de ecuaciones interrelacionadas. Las líneas de fuerza se retuercen y se alargan entre la gente, los objetos, las instituciones, las ideas. Los individuos son como marionetas trágicas, animados independientemente pero atados por una red que eligen no ver; podrían resistirse si lo deseasen, pero muy pocos lo hacen.
En este momento estoy sentado en un bar. A tres taburetes de distancia se sienta un hombre, habitual de este tipo de local, que mira a su alrededor y ve a una pareja en una mesa de una esquina oscura. Sonríe, hace un gesto al camarero para que se acerque, y se inclina hacia delante para hablar confidencialmente sobre la pareja. No necesito escucharle para saber lo que está diciendo.
Está mintiendo al camarero, con facilidad y espontaneidad. Es un mentiroso compulsivo que no lo hace por desear una vida más emocionante que la que lleva, sino para deleitarse con la facilidad que tiene para engañar a los demás. Sabe que el camarero se mantiene al margen, y que sólo finge interés (lo cual es cierto), pero sabe que aun así el camarero se traga la historia (lo que también es cierto).
Mi sensibilidad ante el lenguaje corporal de los demás ha aumentado hasta el punto de que puedo hacer estas observaciones sin ver ni oír nada: puedo oler las feromonas que exuda su piel. Hasta cierto punto, mis músculos hasta pueden detectar la tensión de los suyos, quizá mediante su campo eléctrico. Estos canales no pueden transmitir información precisa, pero las impresiones que recibo me proporcionan una amplia base para extrapolar; añaden textura a la red.
Los humanos normales pueden detectar estas emanaciones subliminalmente. Me ocuparé de hacerme cada vez más sensible ante ellas; luego quizá pueda intentar controlar conscientemente mis propias expresiones.

He desarrollado habilidades que recuerdan a las técnicas de control mental que ofrece la publicidad en la prensa amarilla. Mi control sobre las emanaciones somáticas me permite ahora provocar reacciones precisas en los demás. Con feromonas y tensión muscular, puedo hacer que otra persona responda con ira, miedo, compasión o excitación sexual. Ciertamente, lo bastante para hacer amigos e influir sobre la gente.
Puedo incluso provocar una reacción autosostenida en los demás. Asociando una respuesta particular con una sensación de satisfacción, puedo crear un bucle de refuerzo positivo, como biorretroalimentación; el cuerpo de la persona reforzará la sensación por sí mismo. Utilizaré esto con los presidentes de las corporaciones para obtener su apoyo para las industrias que voy a necesitar.
Ya no sueño de ninguna forma que pueda calificarse como normal. Carezco de nada que pueda calificarse de subconsciente, y controlo todas las funciones de mantenimiento que realiza mi cerebro, de forma que las tareas normales de la fase REM durante el sueño han quedado obsoletas. Hay momentos en los que el control sobre mi mente se me escapa, pero no se pueden llamar sueños. Metaalucinaciones, quizá. Una pura tortura. Son periodos en los que estoy al margen: entiendo que mi mente genera las extrañas visiones, pero estoy paralizado y soy incapaz de responder a ellas. Apenas puedo identificar lo que veo; imágenes de autorreferencias y modificaciones grotescas y transfinitas que carecen de sentido incluso para mí.
Mi mente está agotando los recursos de mi cerebro. Una estructura biológica de este tamaño y complejidad apenas puede mantener una psique autocognoscitiva. Pero la psique autocognoscitiva es también autorreguladora, hasta cierto punto. Le concedo a mi mente todo el uso de lo que está disponible, y limito su avance más allá. Pero es difícil: estoy encerrado en una celda de bambú que no me permite sentarme o permanecer de pie. Si intento relajarme, o intento extenderme en toda mi extensión, se produce la agonía, la locura.

Tengo alucinaciones. Veo a mi mente imaginándose posibles configuraciones que podría asumir, y luego viniéndose abajo. Presencio mis propias fabulaciones, mis visiones de la forma que adoptará mi mente cuando alcance las últimas gestalts.
¿Conseguiré la autoconsciencia definitiva? ¿Podría descubrir los componentes que forman mis propias gestalts mentales? ¿Penetraría en la memoria racial? ¿Encontraría un conocimiento innato de la moralidad? Podría determinar si la mente puede generarse espontáneamente de la materia, y entender qué relaciona a la consciencia con el resto del universo. Podría ver cómo fundir sujeto y objeto: la experiencia cero.
O quizá encontraría que la gestalt de la mente no puede ser generada, y que se requiere una intervención de algún tipo. Quizá vería el alma, el ingrediente de la consciencia que sobrevive a lo físico. ¿Prueba de la existencia de Dios? Contemplaría el significado, el auténtico carácter de la existencia.
Estaría iluminado. Debe ser una experiencia eufórica...
Mi mente vuelve a un estado de cordura. Debo ejercer un control mayor sobre mí mismo. Cuando controlo el nivel de metaprogramación, mi mente es perfectamente autorreparadora; podría recuperarme de estados semejantes al delirio o la amnesia. Pero si me dejo llevar demasiado lejos en el nivel de metaprogramación, mi mente podría convertirse en una estructura inestable, y entonces me deslizaría a un estado más allá de la mera locura. Programaré mi mente para que se prohiba a sí misma moverse más allá de su propio alcance de reprogramación.
Estas alucinaciones refuerzan mi decisión de crear un cerebro artificial. Sólo con una estructura como ésa podré percibir realmente esas gestalts, en lugar de soñar simplemente con ellas. Para alcanzar la iluminación, necesitaré superar otra masa crítica en términos de análogos neuronales.

Abro los ojos; han pasado dos horas, veintiocho minutos y diez segundos desde que cerré los ojos para descansar, aunque no para dormir. Me levanto de la cama.
Solicito una lista de los resultados de mis acciones en mi terminal. Miro la pantalla plana, y me quedo helado.
La pantalla me grita. Me dice que hay otra persona que posee una mente mejorada.
Cinco de mis inversiones han registrado pérdidas; no son enormes, pero sí lo suficientemente grandes como para que las hubiera detectado en el lenguaje corporal de los agentes de bolsa. Revisando la lista alfabética, las iniciales de las corporaciones cuyas acciones han bajado son: C, E, G, O y R. Lo que, una vez ordenado, da Greco.
Alguien me está enviando un mensaje.
Hay otra persona ahí afuera que es como yo. Debe de haber habido otro paciente en coma que recibió una tercera inyección de hormona K. Borró su archivo de la base de datos de la AMA antes de que yo accediera a ella, y puso en su lugar datos falsos en los informes de sus médicos para que no lo notasen. Él también robó otra ampolla de la hormona, contribuyendo al cierre de los archivos de la AMA, y como su paradero es desconocido para las autoridades, ha alcanzado mi nivel.
Debe de haberme reconocido por las pautas de inversión de mis falsas identidades; para hacer eso tiene que ser superinteligente. En tanto que individuo mejorado, podría haber efectuado cambios súbitos y precisos para desencadenar mis pérdidas, y atraer así mi atención.
Compruebo los índices de las acciones en varios servicios de datos; la información de mi listado es correcta, así que mi oponente no se limitó simplemente a falsificar los valores en mi cuenta. Ha alterado las pautas de venta de las acciones de cinco corporaciones sin relación entre ellas sólo para formar una palabra. Es toda una demostración; no lo considero una pequeña hazaña.
Presumiblemente su tratamiento comenzó antes que el mío, lo que significa que está más avanzado que yo, pero, ¿por cuánto? Comienzo a extrapolar su progreso probable, y añadiré nueva información según la encuentre.
La cuestión crítica es: ¿es un amigo o un enemigo? ¿Esto es una simple demostración bienhumorada de su poder, o una indicación de que se propone arruinarme? Las cantidades que perdí son moderadas: ¿quiere esto decir que se preocupa por mí, o por las corporaciones que ha debido manipular? Dadas todas las formas inofensivas con las que podría haberme llamado la atención, debo suponer que es hostil en cierto grado.
En cuyo caso, estoy en peligro, y soy vulnerable ante cualquier cosa, desde otra broma pesada hasta un ataque mortal. Como precaución, me marcharé de inmediato. Obviamente, si fuera activamente hostil, yo ya estaría muerto. El que me envíe un mensaje quiere decir que desea jugar conmigo. Tendré que colocarme en una posición equivalente a la suya: ocultar mi localización, averiguar su identidad, y luego intentar comunicarme.
Elijo una ciudad al azar: Memphis. Apago la pantalla plana, me visto, hago el equipaje y recojo todo el dinero de emergencia que guardo en el apartamento.

En un hotel de Memphis, comienzo a trabajar en la terminal de la red de datos de la habitación. Lo primero que hago es redirigir mis actividades a través de varias terminales señuelo; para un registro policial normal, mi navegación parecerá venir de diferentes terminales por todo el estado de Utah. Una agencia de inteligencia militar podría rastrearlas hasta una terminal de Houston; seguir la pista hasta Memphis sería difícil incluso para mí. Un programa de alerta en la terminal de Houston me avisará si alguien me ha conseguido rastrear hasta allí.
¿Cuántas pistas sobre su identidad ha borrado mi gemelo? Al no disponer de los archivos de la AMA, comenzaré con los archivos de los servicios de mensajería de diversas ciudades, buscando entregas de la AMA a hospitales durante el periodo del estudio con la hormona K. Luego comprobaré los casos de pacientes con daño cerebral en ese hospital y en ese periodo, y tendré un lugar desde donde comenzar.
Incluso si queda algo de esta información, es de valor relativo. Lo crucial será el examen de las pautas de inversión, para encontrar rastros de una mente mejorada. Esto me llevará cierto tiempo.

Su nombre es Reynolds. Es de Phoenix, y sus primeros pasos son paralelos a los míos. Recibió su tercera inyección hace seis meses y cuatro días, lo que le da una ventaja sobre mí de quince días. No ha borrado ninguno de los registros obvios. Examino los archivos de uso de la red de datos para identificar las cuentas en las que se ha infiltrado. Tengo doce líneas abiertas en mi terminal. Estoy usando dos teclados de una sola mano y un micrófono de garganta para poder seguir tres pistas simultáneamente. La mayor parte de mi cuerpo está inmóvil; para evitar el cansancio, me estoy asegurando de que la sangre fluya correctamente, que los músculos se contraigan y relajen regularmente, y que se elimine el ácido láctico. Mientras, absorbo todos los datos que veo, estudiando la melodía dentro de las notas, buscando el epicentro de un temblor en la red.
Pasan las horas. Ambos inspeccionamos gigabytes de datos, dando vueltas uno en torno al otro.
Se encuentra en Philadelphia. Me está esperando.

Voy en un taxi manchado de barro al apartamento de Reynolds.
A juzgar por las bases de datos y las agencias a las que Reynolds ha accedido en los últimos meses, su investigación privada se refiere a microorganismos de bioingeniería para la eliminación de desperdicios tóxicos, contención inercial para lograr una fusión práctica, y diseminación de información subliminal a través de diversas estructuras sociales. Su plan es salvar el mundo, protegerlo de sí mismo. Y su opinión de mí es, por tanto, desfavorable.
Yo no he mostrado ningún interés en los asuntos del mundo exterior, ni he realizado ninguna investigación para ayudar a los normales. Ninguno de los dos será capaz de convencer al otro. Yo considero al mundo como accesorio para mis fines, mientras que él no puede permitir que alguien con inteligencia mejorada trabaje puramente en su propio interés. Mis planes para un enlace mente-ordenador tendrán repercusiones enormes para el mundo, provocando reacciones gubernamentales o populares que interferirían con sus planes. Siguiendo la frase hecha, como no formo parte de la solución, formo parte del problema.
Si fuéramos miembros de una sociedad de mentes mejoradas, la naturaleza de la interacción humana sería de un orden diferente. Pero en esta sociedad, nos hemos vuelto inevitablemente colosos para los cuales las acciones de los normales son de escasa importancia. Aunque estuviésemos a veinte mil kilómetros de distancia, no podríamos dejar de percibir al otro. Se necesita una solución.
Ambos hemos declinado participar en diversos tipos de juegos. Hay mil formas en que podríamos haber intentado matar al otro, desde pintar DMSO con una neurotoxina en el pomo de una puerta hasta ordenar un ataque quirúrgico desde un satélite asesino militar. Ambos podríamos haber barrido de antemano la zona física y la red de datos para cada una de una miríada de posibilidades, y haber dispuesto más trampas para los barridos del otro. Pero ninguno de los dos ha hecho nada de eso, ni ha sentido la necesidad de comprobar esas cosas. Una sencilla regresión infinita de intentar adivinar los movimientos del otro y actuar en consecuencia ha descartado todo esto.
Lo decisivo será aquello que no podamos predecir.
El taxi se detiene; pago al conductor y camino hasta el edificio. El cerrojo eléctrico de la puerta se abre ante mí. Me quito el abrigo y subo cuatro pisos por la escalera.
La puerta del apartamento de Reynolds también está abierta. Paso por el recibidor y entro en la sala de estar, oyendo una polifonía hiperacelerada de un sintetizador digital. Evidentemente, es obra suya; los sonidos están modulados de forma indetectable para un oído normal, y ni siquiera yo puedo distinguir una pauta en ellos.
Quizá es un experimento de música con alta densidad de información.
Hay un gran sillón reclinable en la habitación, con el respaldo vuelto hacia mí. Reynolds no es visible, y está restringiendo sus emanaciones somáticas a niveles comatosos. Insinúo mi presencia y que he reconocido su identidad.
<Reynolds.>
Se produce una confirmación. <Greco.>
El sillón se gira suave y lentamente. Me sonríe y apaga el sintetizador que tiene al lado. Agrado. <Es un placer conocerte.>
Para comunicarnos, estamos intercambiando fragmentos del lenguaje somático de los normales: una versión taquigráfica de la lengua vernácula. Cada frase dura una décima de segundo. Emito una sugerencia de lamento. <Es una pena que debamos ser enemigos.>
Un asentimiento melancólico, y luego una suposición. <Así es. Imagina cómo podríamos cambiar el mundo, si actuásemos de común acuerdo. Dos mentes mejoradas; qué oportunidad perdida.> Cierto, actuar cooperativamente produciría logros mucho mayores que los que podríamos obtener individualmente. Cualquier interacción sería increíblemente fructífera: qué satisfactorio sería, simplemente, tener una conversación con alguien que puede igualar mi velocidad, que puede proponer una idea que sea nueva para mí, que puede oír las mismas melodías que yo oigo. Él desea lo mismo. Nos duele a los dos pensar que uno de nosotros no saldrá vivo de esta habitación.
Una oferta. <¿Deseas que compartamos lo que hemos aprendido en los últimos seis meses?> Ya sabe cuál es mi respuesta.
Hablaremos en voz alta, puesto que el lenguaje somático carece de vocabulario técnico. Reynolds dice, rápida y quedamente, cinco palabras. Están más cargadas de significado que cualquier estrofa de poesía: cada palabra proporciona un soporte lógico que puedo aprovechar después de extraer todo lo implícito en las anteriores.
Juntas describen un descubrimiento revolucionario de sociología; usando lenguaje somático me indica que es uno de los primeros que halló. Yo llegué a una conclusión parecida, pero la formulé de forma distinta. Inmediatamente, respondo con siete palabras, cuatro que resumen las diferencias entre mi descubrimiento y el suyo, y tres que describen un resultado no evidente de estas diferencias. Me responde.
Continuamos. Somos como dos bardos, cada uno dando pie al otro para que formule otra estrofa, componiendo a cuatro manos un poema épico de conocimiento. En cuestión de segundos aceleramos, hablando por encima de las palabras del otro pero oyendo cada matiz, hasta que estamos absorbiendo, concluyendo y respondiendo de forma continua, simultánea, sinérgica.

Trascurren muchos minutos. Aprendo mucho de él, y él de mí. Es euforizante, encontrarse de repente rodeado de ideas cuyas implicaciones me llevaría días enteros analizar completamente. Pero también estamos reuniendo información estratégica: deduzco la extensión de su conocimiento no revelado, lo comparo con el mío, y realizo una simulación de sus propias deducciones. Pues constantemente tenemos la consciencia de que esto debe terminar; la formulación de nuestros intercambios hace que las diferencias ideológicas resulten luminosamente evidentes.
Reynolds no ha presenciado la belleza que yo he visto; ha estado muy cerca de hermosos descubrimientos, y no ha sido capaz de percibirlos. La única gestalt que le emociona es justo la que yo he ignorado: la de la sociedad planetaria, de la biosfera. Yo amo la belleza, y él ama a la humanidad. Cada uno siente que el otro ha dejado de lado grandes oportunidades.
Tiene un plan que no ha mencionado para establecer una red global de influencias, para crear prosperidad a nivel mundial. Para ejecutarlo, va a emplear a cierto número de personas, a algunas de las cuales concederá una inteligencia simplemente aumentada, un poco de metaautoconsciencia; varios de ellos constituirán una amenaza para él. <¿Por qué correr ese riesgo por el bien de los normales?>
<Tu indiferencia hacia los normales resultaría justificada si estuvieras iluminado; tu campo no se cruzaría con el de ellos. Pero mientras tú y yo aún podamos comprender sus asuntos, no podemos pasar de largo.> Puedo medir con precisión la distancia entre nuestras respectivas posturas morales, y ver la tensión entre las líneas que irradian de ellas y que son incompatibles entre sí. Lo que le motiva no es simplemente la compasión o el altruismo, sino algo que incluye ambas cosas. Por otra parte, yo sólo puedo concentrarme en la comprensión de lo sublime. <¿Qué me dices de la belleza visible desde la iluminación? ¿No te sientes atraído por ella?>
<Conoces el tipo de estructura que habría que construir para mantener una consciencia iluminada. No tengo motivos para esperar el tiempo que tardarán en establecerse las industrias que necesitará.> Considera que la inteligencia es un medio, mientras que yo la veo como un fin en sí misma. Una inteligencia mayor le sería de poca utilidad. En su actual nivel, puede encontrar la mejor solución posible a cualquier problema en el campo de la experiencia humana, y muchos más allá de ésta. Lo único que necesita es tiempo suficiente para realizar la solución.
No hay motivo para seguir hablando. De mutuo acuerdo, comenzamos.
No tiene sentido hablar de sorpresa cuando se trata del momento de nuestros ataques; nuestra consciencia no puede volverse más precisa por estar advertida de antemano. Si acordamos el comienzo de nuestra batalla no es por concedernos una mutua cortesía, sino porque no existe alternativa.
En los modelos del otro que hemos construido mediante nuestras deducciones hay huecos y lagunas: los desarrollos y descubrimientos psicológicos internos que cada uno ha realizado. No ha salido ningún eco de esos espacios, y ningún hilo los ha atado a la red del mundo, hasta ahora.
Comienzo.
Me concentro en poner en marcha dos bucles recurrentes en él. Uno es muy sencillo: aumenta la presión sanguínea rápida y enormemente. Si continuase sin obstáculos durante más de un segundo, este bucle llevaría su presión sanguínea hasta niveles de infarto —quizá 400, 300— y haría estallar los capilares de su cerebro.
Reynolds lo detecta al instante. Aunque está claro por nuestra conversación que nunca ha investigado la producción de bucles de biorretroalimentación en los demás, se da cuenta de lo que está pasando. Al hacerlo, reduce el ritmo de su corazón y dilata las arterias y venas por todo su cuerpo.
Pero mi auténtico ataque es el otro bucle recurrente más sutil. Ésta es un arma que he estado desarrollando desde que comenzó mi búsqueda de Reynolds. Este bucle provoca una dramática sobreproducción de antagonistas neurotransmisores en sus neuronas, impidiendo que los impulsos pasen por sus sinapsis y eliminando la actividad cerebral. He estado emitiendo este bucle a mucha mayor intensidad que el otro.
Mientras Reynolds detiene el ataque aparente, siente una ligera disminución de su concentración, enmascarada por los efectos del aumento de la presión sanguínea. Un segundo después, su cuerpo empieza a amplificar el efecto por sí mismo. Reynolds se sorprende al sentir que sus pensamientos se vuelven borrosos.
Busca el mecanismo preciso: lo identificará pronto, pero no podrá analizarlo durante mucho tiempo.
Una vez que su funcionamiento cerebral se haya reducido al nivel de un normal, yo debería poder manipular su mente con facilidad. Las técnicas hipnóticas pueden hacer que escupa la mayor parte de la información que posee su mente mejorada.
Analizo sus expresiones somáticas, observando cómo traicionan la reducción progresiva de su inteligencia.
La regresión es inconfundible.
Y entonces se detiene.
Reynolds ha encontrado el equilibrio. Estoy apabullado. Ha sido capaz de quebrar el bucle recurrente. Ha detenido la ofensiva más sofisticada que podía dirigirle.
A continuación, invierte el daño causado. Incluso partiendo de una capacidad reducida, puede corregir el equilibrio de neurotransmisores. En cuestión de segundos, Reynolds ha recuperado todo su potencial.
Yo también he sido transparente para él. Durante nuestra conversación ha deducido que yo he investigado los bucles recurrentes, y mientras nos comunicábamos, creó un antídoto genérico sin que yo me diera cuenta.
Luego observó los detalles de mi ataque específico mientras estaba en marcha, y aprendió cómo invertir sus efectos. Estoy maravillado por su comprensión, su velocidad y su sigilo.
Él reconoce mi habilidad. <Una técnica muy interesante; apropiada, considerando que estás volcado en ti mismo. No me di cuenta de nada cuando...> Abruptamente me proyecta una firma somática diferente, una que reconozco. La usó cuando caminó detrás de mí en el supermercado, hace tres días. El pasillo estaba atestado; a mi alrededor había una anciana, jadeando tras su filtro de aire, y un adolescente flaco flipando con ácido que llevaba una camisa de cristal líquido con pautas psicodélicas móviles. Reynolds se puso detrás de mí, con la mente dirigida a las baldas de revistas porno. Su vigilancia no le informó acerca de mis bucles recurrentes, pero sí que le permitió formarse una idea más detallada de mi mente.
Es una posibilidad que había previsto. Reformulo mi psique, añadiéndole elementos al azar para hacerme impredecible. Ahora las ecuaciones de mi mente guardan muy poca semejanza con las de mi consciencia normal, socavando cualquier suposición que Reynolds pueda haber hecho, y volviendo inefectiva cualquier arma que tenga diseñada para atacar específicamente mi psique.
Proyecto el equivalente de una sonrisa.
Reynolds me devuelve la sonrisa. <¿Alguna vez has pensado en...?> De repente proyecta sólo silencio. Está a punto de hablar, pero no puedo predecir lo que va a decir. Entonces llega en forma de susurro:
—¿... órdenes de autodestrucción, Greco?
Mientras lo dice, una laguna en mi reconstrucción de su mente se llena y rebosa, con sus implicaciones tocando todo lo que sé sobre él. Se refiere a la Palabra: la frase que, cuando se pronuncia, destruye la mente de quien la escucha. Reynolds sostiene que el mito es cierto, que cada mente tiene un disparador semejante incorporado; que para cada persona existe una frase que puede volverla idiota, lunática o catatónica. Y sostiene que conoce la frase adecuada para mí.
Desconecto automáticamente todos los datos sensoriales, dirigiéndolos a una zona intermedia de memoria a corto plazo. Luego creo una simulación de mi propia consciencia para que reciba los datos y los absorba a velocidad reducida. Como metaprogramador, observaré las ecuaciones de la simulación indirectamente. Sólo recibiré realmente la información sensorial después de que su seguridad haya sido confirmada. Si la simulación resulta destruida, mi consciencia debería quedar aislada, y rastrearé los pasos individuales que conducen hasta el estallido y deduciré de ellos unas normas para reprogramar mi psique.
Para cuando Reynolds ha acabado de pronunciar mi nombre lo tengo todo organizado; su siguiente frase podría ser la orden de destrucción. Ahora recibo los datos sensoriales con un retardo de ciento veinte milisegundos.
Reexamino mi análisis de la mente humana, buscando explícitamente pruebas que verifiquen su declaración.
Mientras tanto le respondo con ligereza y espontaneidad. <Atácame con lo mejor que tengas.>
<No te preocupes; no está en la punta de mi lengua.>
Mi búsqueda encuentra algo. Me maldigo: existe una puerta trasera muy sutil al diseño de una psique, y me ha faltado la percepción necesaria para advertirla. Mientras que mi arma fue creada por la introspección, la suya es algo que sólo podría fabricar un manipulador.
Reynolds sabe que he alzado mis defensas. ¿Estará diseñado su disparador para rodearlas? Sigo deduciendo la naturaleza de las acciones de la orden de activación.
<¿A qué esperas?> Confia en que aunque yo disponga de más tiempo no podré construir una defensa.
Intenta adivinarlo Qué presumido. ¿Realmente puede jugar conmigo tan fácilmente?
Llego a una descripción teórica de los efectos del disparador en los normales. Una sola orden puede reducir cualquier mente subinteligente a una tabula rasa, pero para una mente mejorada se necesitan ciertas modificaciones a medida, cuya extensión no puedo determinar. El borrado tiene síntomas discernibles sobre los que puede alertarme mi simulación, pero esos síntomas son los de un proceso que yo puedo calcular. Por definición, la orden de destrucción es esa ecuación específica que está mas allá de mi capacidad de imaginación. ¿Podría venirse abajo mi metaprogramador mientras diagnostica el estado de la simulación?
<¿Has usado la orden de destrucción con los normales?> Comienzo a hacer cálculos de lo que se necesita para generar una orden de destrucción a medida.
<Una vez, como experimento, con un traficante de droga. Luego oculté las pruebas con un golpe en la sien.>
Se hace obvio que la generación es una tarea colosal. Generar un disparador requiere un conocimiento íntimo de mi mente; extrapolo lo que puede haber aprendido de mí. No parece suficiente, dada mi capacidad de reprogramación, pero puede tener técnicas de observación que me sean desconocidas. Soy muy consciente de la ventaja que ha obtenido estudiando el mundo exterior.
<Tendrás que hacerlo muchas veces más.>
Su pena es evidente. Su plan no puede ejecutarse sin más muertes: las de los humanos normales, por necesidad estratégica, y las de algunos de sus ayudantes mejorados, cuya tentación de alcanzar mayores alturas sería un estorbo. Después de usar su orden, Reynolds puede reprogramarlos —o reprogramarme a mí— como idiotas sabios, con intenciones limitadas y autometaprogramadores restringidos. Esas muertes son un coste necesario de su plan.
<Nunca he dicho que fuera un santo.>
Sólo un salvador.
Puede que los normales le consideren un tirano, porque le confundirán con uno de ellos, y nunca se han fiado de su propio juicio. No pueden ni atisbar que Reynolds está a la altura de la tarea que se ha fijado. Su juicio es óptimo en lo que se refiere a sus asuntos, y las ideas de codicia y ambición de los normales no se aplican a una mente mejorada.
Con un gesto histriónico, Reynolds levanta la mano, con el índice extendido, como para insistir en un argumento. No tengo la suficiente información como para generar una orden de destrucción para él, así que por el momento sólo puedo procurar defenderme. Si puedo sobrevivir a su ataque, puede que tenga tiempo de lanzar otro a mi vez.
Con el dedo alzado, dice:
—Comprende.
Al principio no lo consigo. Y luego, horrorizado, comprendo.
No ha diseñado la orden para ser hablada; no es un disparador sensorial en absoluto. Es un disparador de recuerdos: la orden está compuesta de una cadena de percepciones, individualmente inofensivas, que ha colocado en mi cerebro como bombas de relojería. Las estructuras mentales que se formaron a consecuencia de esos recuerdos se están organizando en una pauta, formando una gestalt que define mi disolución. Yo mismo estoy creando la Palabra.
Al instante mi mente se pone a trabajar más velozmente que nunca. Contra mi voluntad, comienza a insinuárseme una percepción letal. Intento detener las asociaciones, pero estos recuerdos no pueden ser suprimidos.
El proceso sucede inexorablemente, como consecuencia de mi consciencia, y como un hombre que cae desde una gran altura, me veo obligado a seguir mirando.
Transcurren milisegundos. Mi muerte pasa ante mis ojos.
Una imagen del supermercado cuando Reynolds pasó a mi lado. La camisa psicodélica que llevaba el chico; Reynolds había programado la secuencia para que implantase una impresión en mí, asegurándose de que mi psique reprogramada «al azar» siguiera siendo receptiva. Ya entonces.
No hay tiempo. Lo único que puedo hacer es metaprogramarme de nuevo al azar, a un ritmo vertiginoso.
Un acto de desesperación, posiblemente una mutilación.
Los sonidos extrañamente modulados que oí cuando entré en el apartamento de Reynolds. Absorbí las percepciones letales antes de haber alzado ninguna defensa.
Hago trizas mi psique, pero aun así la conclusión se hace cada vez más evidente, la solución cada vez más nítida.
Yo mismo, construyendo la simulación. Al diseñar esas estructuras defensivas obtuve la perspectiva necesaria para reconocer la gestalt.
Admito que es más perspicaz que yo. Es un buen augurio para su empresa. El pragmatismo es mucho más útil para un salvador que la estética.
Me pregunto qué planea hacer después de haber salvado al mundo.
Comprendo la Palabra, y los medios por los que opera, y de esta forma me disuelvo.


Título originalUnderstand
LibroStories of Your Life and Others, Ted Chiang, 2002.
Editor digital3L1
ePub base r1.0

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