A la sombra de otro mundo - Thomas Ligotti

Muchas veces en mi vida, y también en muchos lugares diferentes, me he encontrado paseando al atardecer por calles bordeadas de silenciosas casas antiguas y árboles que se movían suavemente. En esas ocasiones tan tranquilizadoras las cosas parecen bien situadas, asentadas tranquilamente y muy presentes a la vista natural del ojo humano. Sobre los distantes tejados el sol abandona la escena y proyecta su último rayo de luz sobre las ventanas, el césped lleno de rocío y los bordes de las hojas. En este entorno adormecido, tanto las cosas grandes como las pequeñas logran una intricada unión, al parecer sin dejar el menor espacio entre ellas para que no se inmiscuya nada más en sus dominios. Pero siempre existen otros reinos que son capaces de hacer sentir su presencia, flotando invisibles en el aire como ciudades extrañas disfrazadas de nubes u ocultas como un mundo de pálidos espectros rodeados de niebla. Estamos asediados por las órdenes de una entidad que se niega a expresar su naturaleza exacta o auténtico entorno, y pronto aquellas calles bien alineadas descubren que en realidad están situadas en paisajes extraños donde las casas sencillas y los árboles están bien ocultos, donde todo se sitúa dentro de las profundidades de un enorme abismo con eco. Hasta el mismo cielo infinito, por el que el sol propaga su luz expansiva, es tan solo una ventanita borrosa con una grieta, una fisura irregular más allá de lo que podemos ver, en el atardecer, que ocupa y envuelve una calle vacía bordeada de árboles que se mueven suavemente y silenciosas casas antiguas.



En una ocasión en particular seguí una calle con árboles a ambos lados, pasé todas las casas de largo y continué caminando hasta que llegué a una casa apartada, a poca distancia del pueblo. Como la carretera que tenía delante se estrechaba hasta convertirse en un camino lleno de hierbajos que ascendía y tomaba un recorrido que se desviaba por un montículo hacia otro paisaje uniforme, permanecí ante mi destino del día.

Como otras casas de este estilo (había visto muchas de ellas cuyo perfil se recortaba contra un cielo claro al anochecer), esta parecía un espejismo, tenía un carácter quimérico que llevaba a dudar de su existencia. A pesar de la estructura oscura y angular, las aristas, los porches y los peldaños de madera desgastados, había algo indebidamente endeble en su materia, como si la hubieran construido con materiales ilícitos, sueños y vapor que se hacían pasar por materia sólida. Y aquí no era donde acababa su similitud con una quimera, puesto que la casa parecía haber adquirido su forma actual gracias a una acumulación fabulosa de propiedades; puede que no hubiera estado siempre limitada a una sola naturaleza y función. ¿No podía ser un vestigio del mundo prehistórico, una gran bestia desenterrada por el tiempo y los elementos? La rugosa superficie exterior tenía el aspecto de carne petrificada y no costaba imaginar una estructura interior que no estuviera hecha de vigas y tablones, sino más bien de huesos gigantescos. Las chimeneas y tablillas, las puertas y las ventanas eran, por lo tanto, los adornos de una época posterior que no había entendido la verdadera esencia de esta monstruosidad antigua y la había transformado en una cosa heterogénea y ridícula. No es de extrañar entonces que, por vergüenza, tratara de rechazar su realidad y pasara solo como una sombra en el horizonte, como una cosa con una belleza de pesadilla que levantaba falsas esperanzas.

Como en el pasado, miré en el interior oculto de la casa, que era el centro de… celebraciones desconocidas. Estaba convencido de que el mundo interior del edificio, a su estilo, participaba en una especie de desolación ceremonial, que se podían vislumbrar festivales traslúcidos en los rincones de determinadas habitaciones y que los ruidos lejanos de los locos carnavales llenaban los pasillos a todas horas del día y de la noche. No obstante, me temo que una característica en particular de la casa impedía que hubiese indulgencia total dentro de las expectativas habituales. Esta característica era una torrecilla construida a un lado de la casa y que se elevaba a una altura fuera de lo común más allá del tejado, con vistas al mundo como un faro, lo que reducía el aspecto de introspección que es vital para tales estructuras. Y, al parecer, cerca de la arista del tejado cónico de esta torrecilla habían puesto una hilera de ventanales, como una modificación posterior, alrededor de toda la circunferencia. Pero si la casa usaba en realidad esas ventanas para mirar hacia fuera más que hacia dentro, no se vería nada, puesto que todas las ventanas de las tres amplias plantas de la casa, así como las de la torrecilla y aquella pequeña abertura octogonal del desván, estaban con los postigos cerrados.

De hecho, ese era el estado en el que esperaba encontrarme la casa, ya que había mantenido correspondencia con Raymond Spare, el propietario actual.

—Lo esperaba mucho más pronto —lo regañó Spare al abrir la puerta—. Ya casi ha anochecido y estaba seguro de que había entendido que solo en algunos momentos determinados…

—Le ruego me disculpe, pero ya estoy aquí, ¿puedo entrar?

Spare se apartó e hizo un gesto histriónico hacia el interior de la casa, como si estuviera presentando uno de esos espectáculos con los que se había ganado la vida de forma considerable. Era cierto que había adoptado el apellido de un visionario y artista célebre, incluso que llegó a reclamar algo de sangre o parentesco espiritual con este gran excéntrico. Pero aquella noche me estaba haciendo el escéptico, como había actuado también en mi correspondencia con Spare, para obligarlo a ganarse mi aceptación. No habría otro modo de conseguir una invitación suya para presenciar el fenómeno que, según me habían explicado otras fuentes diferentes a las del prestidigitador Spare, merecían mi atención. Y, aparentemente, tenía un aspecto tan ramplón que hacía difícil tener en cuenta su talento para organizar grandes espectáculos, su don para el histrionismo fantasmal.

—¿Lo ha dejado todo tal y como lo tenían antes de que viniera? —pregunté, haciendo referencia al difunto antiguo propietario cuyo nombre Spare nunca me reveló, aunque yo ya lo conocía de todas formas. Pero eso no tenía importancia.

—Sí, casi todo está igual. Un excelente administrador, lo tuvo todo en cuenta.

La observación de Spare lamentablemente era verdad: el interior de la casa estaba inmaculado hasta el punto que hacía sospechar. El gran salón en el que estábamos sentados, así como las otras habitaciones y los pasillos que se adentraban en la casa, irradiaban el ambiente de un mausoleo lujoso y bien cuidado donde los muertos reposan de verdad. Había gran cantidad de muebles arcaicos, aunque no revelaban ninguna conciencia opresiva de otros tiempos, ninguna conspiración secreta con espíritus de difuntos, a pesar de la disposición antinatural que creaba el atardecer gracias a aquellos postigos meticulosamente cerrados que no dejaban entrar ni un resquicio de la verdadera naturaleza del crepúsculo del mundo exterior. El reloj que oí haciendo tictac con resonancia en una habitación cercana no retumbaba de forma siniestra entre los pulidos suelos oscuros y los techos altos libres de telarañas. Uno no se temía ni esperaba encontrarse con una presencia maligna en el sótano o con una sombra enferma en el desván. Ni la apariencia ni la oscuridad de la casa indicaban que estuviera encantada, a pesar de una rara impresión provocada por la curiosidad taumatúrgica que apareció en un estante, así como un mapa hermético bien enmarcado del firmamento, que colgaba de una pared.

—Hay una atmósfera muy inocente —señaló Spare, quien no demostró ninguna habilidad especial al manifestar lo que yo pensaba.

—No me lo esperaba. ¿Era parte de lo que pretendía?

Spare se rió.

—La verdad es que esta era su intención original, el génesis de lo que más tarde ocuparía su talento. Al principio…

—¿Una tierra baldía espiritual?

—Exacto —confirmó Spare.

—Yerma, pero… segura.

—Lo entiende, entonces. No nos podemos fiar de su reputación, pero sus apuntes dejan muy claro el sufrimiento provocado por su fantástico don, su increíble sensibilidad. Necesitaba un entorno espiritualmente aséptico, aunque estaba totalmente tentado por el visionario. Una y otra vez, en sus anotaciones se describe a sí mismo como un ser «abrumado» hasta el punto de la locura. Ya ve la ironía.

—Lo que veo es el horror —contesté.

El taller del que Spare había hablado estaba situado, como cualquiera hubiera supuesto, en el piso más alto de la torrecilla, en la parte más occidental de la casa. Solo se podía llegar a esa habitación circular por una escalera de caracol estrecha que había en el desván, donde una segunda serie de escalones llevaba hasta la torrecilla. Spare metió la llave con torpeza en la pequeña puerta de madera y no tardamos en entrar.

La habitación era sin duda como Spare había supuesto: un taller, o al menos lo que quedaba de uno.

—Parece como si al final hubiera empezado a destruir sus aparatos, así como parte de su trabajo —explicó Spare mientras yo entraba en la habitación y veía escombros por todos sitios.

La mayoría del desorden consistía en cristales rotos que se habían pintado y deformado de manera extraña. Había un montón que todavía permanecían intactos, apoyados contra la pared curvada o extendidos sobre una larga mesa de trabajo. Otros cuantos estaban colocados sobre caballetes de madera como cuadros empezados, con las extrañas transformaciones de sus superficies inacabadas. Aquellas láminas de cristal corrompido se habían cortado de varias formas y en cada una de ellas había pegado —en una tarjetita— un carácter garabateado que se asemejaba a un ideograma oriental. Se habían grabado unos símbolos similares, aunque mucho más grandes, en la madera de los postigos que cubrían las ventanas que rodeaban toda la habitación.

—Una simbología que no aspiro a comprender —admitió Spare—, salvo su función. Venga, mire lo que ocurre cuando retiro estas etiquetas con las figuritas garabateadas.

Observé cómo Spare iba por la habitación arrancando los signos deformes de aquellos paneles de cristal cromáticamente desproporcionados, y no tardé mucho en advertir un cambio en el aspecto de la habitación, una alteración en el ambiente, como cuando un día despejado de repente se complica por los matices sombríos de las nubes. Antes, aquella estancia circular estaba bañada en un retorcido calidoscopio de colores cuando la luz que rodeaba la habitación se difundía a través de los cristales de las ventanas coloreados de forma extraña; pero el efecto era puramente decorativo, una experiencia restringida al terreno de lo estético, sin implicaciones de lo espectral. Ahora, sin embargo, un nuevo elemento impregnaba la cámara redonda, lo que expuso de manera breve y parcial cualidades de orden muy diferente, donde lo visible dejaba paso a lo realmente ilusorio. Lo que anteriormente había parecido el estudio de un artista, por más excéntrico que fuera, poco a poco iba heredando el aura trascendente de la vidriera de una catedral, aunque en todo caso se trataría de una que hubiera sufrido alguna extraña profanación. En determinadas partes del suelo, el techo, y la pared circular cuya curva interrumpían las ventanas cerradas, en determinadas zonas de la habitación que percibía a través de aquellos cristales prismáticos, unas formas borrosas parecían estar luchando por hacerse visibles, unos perfiles extraños se esforzaban por materializarse del todo. No sabría decir si eran fantasmas o demonios —o puede que una rara progenie generada de su unión—, pero fuera cual fuera el tipo de creación al que pertenecieran en aquel momento, lo cierto era que no solo estaban ganando en claridad y sustancia, sino también en tamaño; crecían, aumentaban y expandían su universo hacia un eclipse de la visión de este mundo.

—Es posible —dije mientras me daba la vuelta hacia Spare— que este efecto de aumento sea solo una propiedad del medio a través del cual… Pero antes de que pudiera completar mi especulación, Spare ya estaba corriendo por la habitación, sustituyendo desesperadamente los símbolos de cada placa de vidrio para deshacer las imágenes en una traslucidez temblorosa, y después borrarlas u ocultarlas del todo. La habitación volvió a su antiguo estado de esterilidad iridiscente. Luego, a toda prisa, me acompañó de nuevo a la planta baja y la puerta de la torrecilla quedó cerrada detrás de nosotros.

Más tarde me hizo de guía por el resto de las estancias de la casa, de menor importancia, cada una de las cuales estaba cerrada con oscuros postigos y compartía el mismo ambiente inhóspito, las secuelas de un extraño exorcismo, un purgamiento del terreno que no lo dejó ni sagrado ni profano, sino que solo lo había convertido en un laboratorio donde un temeroso genio practicaba su ciencia de las pesadillas.

Pasamos unas cuantas horas en la pequeña biblioteca, a la luz de las lámparas. La única ventana de aquella estancia estaba cubierta por una cortina y me imaginé que vería la oscuridad de la noche detrás del estampado, pero cuando coloqué mi mano sobre aquel diseño simétrico y aterciopelado, lo único que palpé al otro lado fue algo duro, como si hubiera tocado un ataúd bajo el paño mortuorio. Este muro era lo que hacía parecer el mundo exterior el doble de oscuro, aunque sabía que, cuando los postigos se abrieran, estaría ante una de las noches más claras que jamás había visto.

Durante un rato Spare me leyó algunos pasajes de los cuadernos cuya simple criptografía había descifrado. Me senté y escuché una voz que estaba acostumbrada a hablar de milagros, alguien que sabía promocionar muy bien los espectáculos místicos de feria. Sin embargo, también detecté cierta convicción en sus palabras, lo que quería decir que su discurso estaba lleno de dejes disonantes provocados por el miedo.

—«Dormimos» —leyó— «entre las sombras de otro mundo. Son la sustancia amorfa que se nos impone y la materia prima con la que moldeamos nuestro entendimiento. A pesar de que creamos lo que vemos, no somos los creadores de su esencia. Por lo tanto, las pesadillas nacen de la impronta de nosotros mismos sobre la vida de las cosas desconocidas. Cuán espantosas son esas formas fantasmales y demoníacas cuando los ojos de la carne proyectan luz y moldean las sombras que están siempre a nuestro alrededor. Cuán mucho más atroz es presenciar sus verdaderas formas, que vagan libres sobre la tierra o en las estancias más acogedoras de nuestras casas, o que retozan por ese infierno luminoso que en un arranque de locura hemos llamado cielo. Entonces nos despertamos de veras de nuestro sueño, pero solo para dormir otra vez y rehuir las pesadillas que siempre deben volver a aquella parte de nosotros que está soñando desalentada».

Después de presenciar algunos de los fenómenos que habían inspirado esta hipótesis, no pude evitar quedarme de algún modo extasiado con su elegancia, si no con su originalidad. Las pesadillas tanto a nuestro alrededor como dentro de nosotros se habían integrado en un sistema que parecía garantizar la admiración. Sin embargo, la idea a la larga no era más que el terror recordado en tranquilidad, una fórmula que reflejaba un poco del trauma laberíntico que había iniciado estas especulaciones. ¿Debería llamarse revelación o más bien delirio, cuando la razón se interpone entre las sensaciones del alma y un misterio monstruoso? La verdad no es el tema en este asunto, ni tampoco los aspectos prácticos del experimento (que aunque fuera imperfecto, dio buenos resultados), y a mi parecer fue la fidelidad al misterio y su terror lo que llegó a ser primordial, incluso sagrado. En esto, el teórico de pesadillas fracasó al caer en la lúcida paleta de teorías que al final no pudo salvarlo. Por otro lado, aquellos maravillosos símbolos que Spare no supo dilucidar, aquellos diseños crípticos y rudimentarios, representaban un poder auténtico contra la locura del misterio, aunque no se podía explicar con el más esotérico análisis.

—Tengo una pregunta —le dije a Spare cuando hubo cerrado el tomo que tenía sobre su regazo—: Los postigos del resto de la casa no están pintados con los signos dibujados en los de esa torrecilla, ¿me lo podría explicar?

Spare me llevó hasta la ventana y descorrió las cortinas. Con mucho cuidado tiró de uno de los postigos lo suficiente para mostrar el borde, lo que reveló que algo de un color y una textura contrastante formaba una capa entre los dos lados de la oscura madera.

—Está grabado en un trozo de cristal colocado dentro del postigo —explicó.

—¿Y los de la torrecilla? —pregunté.

—Lo mismo. Si el otro grupo de símbolos extra está por precaución o son solo superfluos…

Su voz se apagó y luego se detuvo, aunque la pausa no pareció implicar ninguna consideración por parte de Spare.

—Sí, por precaución o superfluos —apunté.

Durante un instante volvió en sí.

—Sí, eso es, si los símbolos eran una medida añadida contra…

Fue en este punto cuando Spare abandonó la escena mentalmente y siguió dentro de su propia cabeza alguna controversia o sospecha, un testigo de un conflicto dramático representado sobre un lejano y enigmático escenario.

—Spare —le dije con un tono algo normal.

—Spare —repitió, pero con una voz que no era la suya, una voz que sonaba más como el eco de una voz que como el habla natural.

Por un momento afirmé mi postura de escepticismo y desconfié de Spare y de las cosas que me había enseñado, pues sabía que era un experto en visiones falsas, un médium cuyos fantasmas estaban hechos de mucílago y gasa. Pero qué sutiles y hábiles eran los efectos de ahora, como si estuviera manipulando el ambiente que nos rodeaba y moviera los hilos de la luz y las sombras.

—Ahora brilla la luz más clara —dijo con aquella voz apagada y temblorosa—. Esa luz fluye hacia el cristal —apuntó mientras colocaba una mano sobre la contraventana que tenía ante él—. Las sombras se agrupan contra… contra…

Y parecía que Spare, en vez de retirar el postigo de la ventana, intentara cerrarlo mientras se abría lentamente cada vez más y permitía que un extraño resplandor se filtrara en la casa poco a poco. Asimismo, al parecer también se rindió y dejó que otra fuerza guiara sus acciones.

—Confluyen en mí —repitió unas cuantas veces mientras iba de ventana en ventana, abriendo metódicamente los postigos como un sonámbulo que llevara a cabo algún ritual oscuro.

Mientras rescataba toda opinión de fascinación, observé cómo pasaba por todas las habitaciones de la planta baja de la casa y desempeñaba sus funciones como un viejo sirviente. Luego subió una larga escalera y oí sus pasos cuando cruzaron el piso de arriba y caminaron de manera acompasada de un lado a otro de la casa. Era un vigilante nocturno que hacía sus rondas de acuerdo con un extraño plan. El sonido de sus movimientos se hizo cada vez más débil a medida que avanzaba hasta el siguiente piso y continuaba llevando a cabo los servicios que se le habían requerido. Escuché con mucha atención mientras seguía su recorrido sonámbulo hacia el desván, y cuando oí retumbar el portazo distante de una puerta al cerrarse supe que había entrado en la habitación de la torrecilla.

Absorto en el fenómeno de menor importancia que era la alteración súbita del comportamiento de Spare, por un momento había pasado por alto algo más relevante que ocurría en las ventanas. Pero ahora, no obstante, no podía ignorar aquellas láminas de vidrio fosforescentes que enfocaban o reflejaban el increíble resplandor del cielo aquella noche. Mientras repetía el recorrido de Spare por la planta baja, vi que todas las estancias refulgían con la luz supra-lunar que perfilaba el marco de cada ventana. Me detuve en la biblioteca, me acerqué a una de las ventanas y alargué la mano para tocar su superficie rugosa. Noté unas ondas que se movían en el cristal, como si de verdad hubiera una fuerza que fluyera de dentro, una extraña sensación de hormigueo que las yemas de mis dedos nunca serían capaces de olvidar. Pero fue el panorama más allá del cristal lo que captó mi atención.

Durante unos instantes tan solo miré el paisaje llano que rodeaba la casa, aquel campo abierto, desierto y descolorido bajo el cielo resplandeciente. Luego, de forma muy discreta, empezaron a penetrar en las inmediaciones exteriores escenas o fragmentos de escenas diferentes, como si otros paisajes de la tierra estuvieran superpuestos sobre el actual, componiendo de ese modo un mosaico de imágenes que bien podrían haber sido un retablo imaginado de algún tapiz cósmico.

Las ventanas —que, a falta de un término más preciso, designaré como «encantadas»— habían hecho su función, puesto que las visiones que ofrecían eran en realidad las de un mundo embrujado, un mural multifacético que representaba la unión de la locura y la metafísica. Cuando las imágenes se clarificaron fui testigo de todas las intersecciones que comúnmente permanecen ocultas a la vista terrenal, la conjunción de los planos de una entidad que debería excluirse y no confundirse, así como la carne no debería mezclarse con los objetos inanimados que la rodean. Pero eso era precisamente lo que estaba ocurriendo en la escena que tenía ante mí, y parecía que no existía ningún lugar en la Tierra que no fuera el origen de una ontogenia espectral. Todo el mundo era un desfile de pesadillas…

Bazares soleados de ciudades exóticas, atestados de caras que son máscaras transparentes con rostros semejantes a los de los insectos; calles iluminadas por la luna en antiguas ciudades que albergan reptiles de extraños ojos en el interior de las mismas piedras; en las oscuras galerías de museos vacíos surge un moho fantasmal que refleja los tonos sombríos de las antiguas pinturas; la tierra a orillas de los océanos da origen a una nueva evolución que trasciende la biología y unas islas remotas se ofrecen como refugio para esas formas fantásticas sin analogía fuera de los sueños; junglas repletas de formas semejantes a bestias que se mueven junto a la empalagosa exuberancia, así como a través de su calidez pastosa; los desiertos son un hervidero de extraños sonidos que podrían entrar y animar el mundo de la sustancia; y en los paisajes subterráneos se levantan con esfuerzo generaciones cadavéricas que se habían hundido y se alzan ahora como esculturas de coral humano, cuerpos amontonados e incompletos, miembros que sobresalen sin orden, ojos dispersos que buscan en la oscuridad.

Mis propios ojos se cerraron de pronto, dejando fuera las visiones durante unos segundos. Y en aquel instante fui consciente una vez más del carácter estéril de la casa, de su «inocente atmósfera». Fue entonces cuando me di cuenta de que esta casa era posiblemente el único lugar de la Tierra, tal vez de todo el universo, que habían curado de la plaga de fantasmas que rugía por todas partes. Este logro, por inútil y retorcido que fuera, suscitó en mí una tremenda admiración, como inspiraría un monumento al terror y al ingenio desconsolado.

Y esa admiración se intensificó cuando seguí el camino que Spare me había preparado y subí una escalera trasera que daba al segundo piso. En esta planta, donde una estancia tras otra formaban un laberinto de puertas interconectadas que Spare había dejado abiertas, parecía haber una intensificación en el poder óptico de las ventanas, que de este modo acentuaba la amenaza para la casa y sus habitantes. Lo que habían parecido, a través de las ventanas del piso de abajo, escenas en las que monstruosidades espectrales habían simplemente penetrado en la realidad ortodoxa, ahora se amplificaban hasta el punto donde la realidad sufría un eclipse que iba más allá: la otra dimensión se convertía en la dominante y se abría paso entre las máscaras, lo que se ocultaba tras las piedras esparcía su desarrollo enmohecido a voluntad, generaba apariciones con las propiedades e intenciones más febriles y erigía formaciones que ensombrecían todo orden conocido.

Cuando llegué al tercer piso, de algún modo estaba preparado para lo que allí me encontraría gracias a la elevada intensidad de las visiones a las que las ventanas estaban otorgando cada vez más poder y atención. Las ventanas se habían convertido en una enmarcada fantasmagoría de colores y formas revueltas y en constante cambio, profundidades y distancias astronómicas abiertas al ojo fascinado, transfiguraciones grotescas que sugerían un estado puramente sobrenatural, una cosmogonía sin sistema que giraba con el capricho de lo inmaterial. Y mientras me paseaba por aquellas habitaciones vacías, que brillaban de forma extraña en el último piso, era como si la misma casa hubiera sido transportada a otro universo.

No tengo idea de cuánto tiempo estuve cautivado por las caóticas fantasías que se imponían sobre los espacios de mi mente sin protección, pero al final este trance fue interrumpido por un alboroto que procedía de una habitación todavía más elevada, en la misma cumbre de la torrecilla y, así era, la cámara craneal de aquella bestia de muchos ojos que era esa casa. Al subir la escalera de caracol del desván descubrí que allí Spare también había abierto la ventana octogonal, que ahora parecía el ojo con mirada fija de algún dios, pues proyectaba un furor pirotécnico de colores y daba vida desenfrenada a las sombras. A través de este laberinto de ilusiones seguí la voz que tan solo era el eco vibrante de una voz, el homólogo en sonidos de las vistas arremolinadas a mi alrededor. Subí la última escalera hacia la puerta que daba a la torrecilla, mientras escuchaba las palabras resonantes que se oían al otro lado.

—Las sombras se mueven en las estrellas como se mueven dentro de mí, dentro de todas las cosas. Y su resplandor debe alcanzarlo todo, todos los sitios que están creados conforme la esencia de estas sombras y de nosotros mismos… Esta casa es una abominación, un vacío. No puede haber nada en contra… en contra…

Con cada repetición de esta última palabra parecía que estaba teniendo lugar una lucha, y la extraña voz retumbante se debilitaba a medida que la voz natural de Spare predominaba. Por fin, Spare parecía haber vuelto a asumir una total posesión de sí mismo. Luego hubo una pausa, un breve ínterin durante el que tuve en consideración varias estrategias dudosas, sin afán de abusar de ese momento de posibilidades desconocidas e insólitas. ¿Era tan solo el fin de la vida al que se enfrentaba el que permanecía en aquella habitación? ¿Podría la experiencia que había precedido la desaparición del otro visionario, en las mismas circunstancias, valer tal vez el extraño precio que pedirían pagar? Ni las teorías ocultistas ni los misteriosos análisis servirían de nada para tomar mi decisión, así como tampoco, y con razón, las sensaciones de aquellos pocos segundos en que me quedé agarrando al picaporte de la puerta, esperando el impulso o el accidente que lo decidiera todo. Todo lo que existía por el momento era la certeza irreducible de la pesadilla.

Desde el otro lado de la puerta se oyó una risa débil y resonante, un sonido que se hizo más fuerte al acercarse el que se reía. Pero no me persuadió aquel sonido y no hice nada salvo agarrar el pomo de la puerta con mayor firmeza, mientras pensaba en las grandes sombras de las estrellas, en las extrañas visiones más allá de las ventanas, en una catástrofe infinita. Luego escuché un suave chirrido a mis pies, miré hacia abajo y vi unos cuantos rectangulitos que sobresalían por debajo de la puerta, abiertos en abanico como una mano de cartas. Lo único que hice fue agacharme y recoger uno de ellos, para mirar fijamente lleno de asombro infinito el misterioso símbolo que decoraba su superficie. Conté el resto y me di cuenta de que ninguno se había quedado pegado a las ventanas del interior de la habitación de la torrecilla.

Cuando pensé en el efecto que tendrían esas ventanas ahora que habían sido despojadas de los signos de protección y permanecían bajo el resplandor de la luz de las estrellas, llamé a Spare, aunque no estuviera seguro de si todavía existía su antiguo yo. Pero para entonces aquella risa ahogada se había detenido, y estoy seguro de que la última voz que oí era la de Raymond Spare; cuando empezó a gritar —«las ventanas», dijo, «me atraen hacia las estrellas y las sombras»— no pude evitar intentar entrar en la habitación. Pero ahora que el ímpetu para llevar a cabo esta acción había llegado, resultó ser inútil, tanto para Spare como para mí, pues la puerta estaba bien cerrada y su voz se debilitaba hasta convertirse en nada.

Ya puedo imaginarme cómo fueron aquellos últimos momentos entre todas las ventanas de la torrecilla, y las extrañas órdenes de existencia más allá de toda definición. Aquella noche, tales secretos fueron confiados solo a Spare; él, ya fuera por accidente o deliberadamente, estaba entre los elegidos. Tales misterios secretos, al menos en esta ocasión, no me iban a ser revelados. Sin embargo, parecía en ese momento que podía salvarse algún fragmento de esa experiencia, y pensé que conseguirlo era tan sencillo como abandonar la casa.

Mi intuición no se había equivocado, puesto que en cuanto me adentré en la noche y me volví para mirar hacia la casa vi que sus habitaciones ya no estaban vacías, ya no eran las estancias inmaculadas en las que había llorado aquella tarde. Tal y como había pensado, esas ventanas eran tanto para mirar dentro como fuera, y desde donde estaba veía todo el interior, que se había convertido en un edificio del que se habían apoderado las celebraciones de otro mundo. Permanecí allí hasta por la mañana, cuando un sol frío acabó con los fantasmas variopintos de la noche anterior.

Años más tarde tuve la oportunidad de volver a visitar la casa. Como esperaba, me encontré aquel lugar desierto y abandonado: los marcos de las ventanas estaban vacíos y no había ni rastro de los cristales por ningún sitio. En una ciudad cercana descubrí que, además, la casa había adquirido una mala reputación. Durante años nadie se había acercado a ella. Los habitantes del pueblo evitaron con prudencia los encantamientos del infierno y se ciñeron a sus pequeñas calles bordeadas de silenciosas casas antiguas y árboles que se movían suavemente. ¿Y qué más podrían hacer para tener cuidado? ¿Cómo iban a saber dónde estaban enclavadas en realidad sus casas? No pueden ver, ni siquiera desean ver, ese mundo de sombras con el que tratan en cada momento de sus breves e inocentes vidas. Pero a menudo, tal vez durante las horas ilusorias del crepúsculo, estoy seguro de que lo han percibido.

Thomas Ligotti


Título original: In the Shadow of Another World
Libro: The Nightmare Factory - La Fabrica de Pesadillas
Thomas Ligotti, 1996
Traducción: Carlos Lacasa, Noemí Risco y Carmen Martín
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.0

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